Era su gran deuda, posiblemente su reto más complejo. Su obligación tras la cámara hacia una parte demasiado importante de sus raíces.
Debe ser porque una vida intensa en tormentos, porque vivir en un guión enloquecido que habría sido más fácil de filmar, ha terminado por dejarle un hueco sentimental con que afrontar las mismas intensas emociones que le llevaron a descartar la "Lista de Schindler". Spielberg se encargó entonces de contar una historia ajena, de reflejar el dolor que Polansky sentía en primer plano, con la sombra permanente de la pérdida de sus padres y entorno en una infancia enmarcada en la pesadilla nazi. Pero ahora llega su ocasión, y reuniendo todos sus recursos consigue, haciendo lo que mejor sabe, devolvernos una vez más al tramo más oscuro del siglo XX, y ahí involucrarnos en una guerra plenamente diseccionada por el cine. Cómo lo logra, cómo hace de lo contado una película única y trascendente, es algo que sólo puede explicarse recurriendo a sus anormales facultades. Y a una especial sensibilidad curtida que pocos pueden tener... y que quizá sea mejor no desear.
Genios entre locura
Una vez más tenemos que soportar la crueldad de frías bestias alemanas sobre indefensos judíos, tragedia rentable para el cine con la que se nos presenta a inhumanos amparándose en el "orden" establecido para lanzarse a sus enfermos y primitivos instintos.
El prejuicio nos impone un refrito de injusticias, barbarie y lágrimas chirriantes. La oferta es no obstante más descarnada. Una crudeza que hace de la muerte algo cotidiano que salpica cada escena, bien de forma extrema con aniquilamiento salvaje, bien de forma lenta con cadáveres cotidianos. Un descorazonador escenario en el que no hay un deseo de recrearse, sino de ofrecerlo como el 'pan nuestro de cada día'. Ahí se apuntan maneras de diestro realizador, de hacer lo que todos ofreciendo algo distinto... pero luego está la angustia creciente, esa forma en la que un artista de la música ha de infiltrarse en ese mundo de violencia desaforada, en una lucha hiperreal por avanzar en la supervivencia con la que se consiguen objetivos impensables. Desde largos planos en solitaria lucha contra el hambre, furtivas persecuciones desamparado, y permanentes deseos de, por encima de todo, volver a acariciar un piano, el mantenimiento de la tensión es el propio de un privilegiado. Cómo se llega a hacer algo semejante en el discurrir de los acontecimientos, es algo demasiado meritorio para ser explicado.
Es en apariencia el resultado de una mente que conoce perfectamente que se siente al estar sitiado, y que sabe sobre todo encontrar un camino hacia adelante. El de un superviviente que ha aprendido a ver el dolor como un indeseado compañero, al cual luchar con el simple hecho de seguir caminando. Y ese reflejo es el que hace a Wladyslaw Szpilman, sobrevivir en una pantalla de tonos tristes reviviendo un lejano hecho real. Sin buscar sensiblería, sin hurgar en la miseria que brota por si sola, El Pianista es en definitiva una muestra de maestría para contar una vida más, otra con la que poner nombre y apellidos a la historia.