El polar, como llaman en Francia al cine policiaco y de espionaje, cuenta en aquel país con el apoyo popular, con una rica tradición literaria previa, y con varias obras maestras que han brindado al género el reconocimiento de la crítica y de realizadores extranjeros como John Woo o Quentin Tarantino.
En su segunda película como director, Frédéric Schoendoerffer apela precisamente al magisterio de los cineastas Jean-Pierre Melville (Círculo Rojo) y su discípulo Yves Boisset (Día de Perros) para contar cómo cuatro miembros del servicio secreto galo viajan a Marruecos y ejecutan para su gobierno la misión de reventar un cargamento ilegal de armas rumbo a Angola. Todo parece ir bien hasta que los agentes pretenden regresar a Francia.
Los espías descritos por Schoendoerffer y su co-guionistas convierten a sus colegas de Mission: Impossible (1996), Ronin (1998) o Spartan (2004) en modelos de carácter y humanidad. Pues si aquellos espías trabajaban sin motivaciones ideológicas, al menos daban sentido a sus cometidos a través de la traición, la camaradería o un código de actuación propio. En cambio, los Agentes Secretos Lisa (Monica Bellucci), Brisseau (Vincent Cassel) y compañía no pestañean ni ejerciendo de verdugos ni sufriendo las inevitables jugarretas inherentes a su oficio.
Con un estilo lacónico y algo afectado, prácticamente sin diálogos –en los primeros doce minutos de metraje no hay ni una palabra-, Schoendoerffer no se cuestiona el sentido de los hechos, ni permite que nos acerquemos a sus protagonistas, interpretados para colmo con ese aire de superioridad que emplean las estrellas francesas en cuanto creen que la ficción justifica ir de tales.
Asistimos interesados a una historia de espionaje correctamente expuesta, pero impotente para trascender en ningún momento la inmediatez de las imágenes. Algo que no ocurría, por ejemplo, con las desventuras del samurái que Alain Delon encarnó para Melville en El Silencio de un Hombre.