Si el análisis de cualquiera de las tres partes de Torrente se realiza en un tono mínimamente serio, si de él se pretenden extraer mensajes, remarcar su vision crítica como si cumpliese una función social, o sencillamente se le enjuicia como si por formar parte del cine pudiese compararse con las películas que sí han hecho algo por elevar su apelativo al de séptimo arte, sencillamente es que no se ha entendido en qué consistía el producto.
Puede resultar al mismo tiempo denigrante por despectivo, o liberador por pasar a juzgar sólo la carga de diversión gamberra aportada desde ‘el brazo tonto de la ley’, pero si algo positivo tiene el monstruo creado por Segura, es que en su sucesión de gags sucios y en su descripción zafia, grotesca y hedionda de una realidad no tan lejana, al contrastar la fantasía cinéfila estilizada y su prosaico submundo, conseguía el claro propósito de divertir.
Con unas prácticas de corte farreliano en lo que tenían de justificar la escatología, la ruptura de lo políticamente correcto con escenas mugrientas reprobables en base a un humor sumamente efectivo, Torrente suponía adaptar aquellos usos al tono sórdido de ese concepto tan castizo y tristemente cierto que es el de la España profunda. En su segunda parte dio paso a un escenario como Marbella, donde contraponer ese lado vulgar con el de la sofisticación plastificada de lugar tan representativo.
Y ahora llega el turno a la que completa la trilogía, y aquellos que habían echado en falta en esa continuación anterior algo del “estilo” que le era propio al personaje en su presentación, se van a encontrar con un mayor alejamiento al seguir la evolución más lógica y previsible –si bien exaltada– de todo lo que Torrente podría llegar a ser siguiendo ese camino.
Esa dirección, no puede estar más radicalmente opuesta a la de su espíritu original, claramente distanciado del de las escenas coreografiadas, de los especialistas y técnicos, y todo aquello que aquí nos lleva a un injerto de efectos visuales, persecuciones a golpe de explosivo y cruces de disparos, que no viene aparejado de un empeño en forzar lo suficiente la comparación entre el género policíaco hollywoodiense, y el mundo de Torrente. Y sin esa excusa, todos estos excesos sencillamente no vendrían a cuento.
Esta tercera parte, está demasiado marcada por el deseo de sacar a pasear al personaje, de profundizar en los elementos que han funcionado –con repetición de conocidas gracias y aumento del número de cameos para el agradecido reconocimiento del público– y de aumentar el espectáculo ahora que los medios acompañan. Las dudas son inevitables, ¿era necesario? ¿funcionan todos los elementos añadidos como una ayuda o como una distracción que la aleja de la búsqueda de su humor ingenioso por más que antiestético?