Para muchos irreverentes Woody Allen tiene una excesiva tendencia a rehacer una y otra vez la misma película. Los mismos conflictos, el mismo humor irónico, y la misma Manhattan de testigo y escenario están presentes de forma inexorable. Que siga manteniendo la frescura de su mensaje, de nada sirve a quien pasa por alto la excepcionalidad de cada una de sus muestras de clase, a quien no entiende que con él tenemos a una leyenda viva que asombrará a los cinéfilos de años venideros.
Por ello, si algo de bueno tiene que Match Point golpee las esperanzas de encontrarse con una sana sesión de sus neurosis, es que sirve para demostrar fácilmente que el potencial de Allen le sirve para cualquier frente, que la complejidad de sus trabajos es tal que si enfoca a un aspecto concreto de ellos puede sacar un resultado totalmente diferente. Aquí estará firmando un drama puro y duro, pero en sus argumentos habituales ya suele haber algo potencialmente dramático, pero que con su amable planteamiento lo oculta rodeándolo de un sentido alegre de la vida al que es fácil confiarse.
Quizá esta sea la mayor pérdida y el único reproche que haya que hacerle a este su último estreno. Y es que las cualidades sanadoras de su filmografía, lo saludable que resulta encontrarse con tanto esfuerzo de ingenio por desmenuzar relaciones y presentarlas con un singular optimismo, se quedan aquí en la primera fase, en la demostración de su naturaleza de antropólogo que tiene una visión nítida de aspectos de la realidad social, y que aquí sirve con frialdad cruda.
La historia nos presenta a un profesor de tenis (Jonathan Rhys-Meyers) y a una actriz sin fortuna (Scarlett Johansson) que entran en la misma familia atraídas por el poder de su dinero. La afinidad entre ambos, la unión que se crea ante su distanciamiento con el entorno, viene de la mano de una química que brota generosa de los labios de Scarlett, y que termina por enrevesar sus relaciones hasta un extremo de extenuación psicológica. Porque resulta muy sencillo ponerse en la piel de sus personajes y su realidad, la construcción de sus vidas es tan sólida, tan palpable, que a la hora de atender sus tribulaciones uno no puede si no implicarse en ellas y sufrir al mismo ritmo. Lo que precisamente choca con las mencionadas cualidades sanadoras que Woody suele ofrecernos.
Habíamos visto varias veces cómo en un juego de dobles parejas, él se sentía especialmente interesado por qué pasaba cuando la unión de los presentes se da de forma cruzada y adultera. Lo que aquí sucede es que hay algo más que ese adulterio, hay un choque de ambiciones y de cruda dependencia económica de tintes angustiosos. Después, y en referencia al título y a la base del planteamiento, todo se resume en la suerte. Y ahí, tras la dilatación de cuitas el desenlace sabe estar a la altura de las circunstancias y llevar esta producción de impecable factura clásica a la categoría de las grandes películas, por más que sea inevitable añorar el habitual tono de comedia maravillosamente recurrente del genio de Manhattan.