El número de veces que el aficionado medio al cine de suspense ha presenciado la práctica de un exorcismo, debería ser suficiente como para tener las nociones básicas con que considerarse instruido y capacitado para ejercitarlo por vía propia. Con el kit del perfecto exorcista, consistente en elementos indispensables de cruz abrasiva, Biblia redentora, un pasado con ligeras dudas, y la firmeza de una fe que encuentra el momento de reafirmarse a la hora de enfrentarse al mismísimo Satanás, cualquiera puede serlo atendiendo al método tantas veces visto. Tres películas sobre el tema deberían convalidarse por diplomatura, cinco por título para el ejercicio.
Ahora bien, El exorcismo de Emily Rose viene con la vítola de autenticidad, con denominación de origen de base real que da para un cruce entre telefilm judicial, y topicazo del terror de susto. La primera vertiente responde al litigio suscitado contra el Padre liberador de demonios que por el camino se dejó la vida de quien da nombre a la cinta. Ahí abogada y fiscal se tirarán los trastos en un juicio de relevancia trascendental, mientras el agnosticismo de ella se tambalea a golpe de aparición diabólica, subidón acústico y golpe al corazón expectante. Esto último por la segunda vertiente, la del referido tópico del mal llamado “terror”, “suspense” o “miedo”, y que no es aquí si no una reacción física y acto reflejo ante el impacto sonoro que se emite cuando la cámara apunta al primer plano. Cada vez que se realiza un flashback para darnos cuenta del triste pasado de la señorita Rose, sabemos que el precocinado de la mediocridad del género está ahí para asistirnos a base de esos recursos que no por cotidianos han dejado de utilizarse impunemente. ¿Asusta? Impacta. El miedo psicológico, la elaboración o el respeto al rey de las sombras, no sólo no se aprecian en rincón alguno, si no que se suplen con el injerto del procedimiento legal, suficientemente manido como para que nadie se asombre en ningún momento por sus vicisitudes procesales.
Podría intuirse algo de intención de diferenciarse en cuanto a que sí hay un nuevo punto de vista para el tema, y que se refiere a la posibilidad de poner en la balanza dos mismas formas de enfrentarse a un mismo hecho, ambas pendientes de la ideología religiosa de cada uno. Se podía crear un espacio en que uno viese inocente al Padre en tanto liberó al cuerpo ya mortecino de Emily Rose de las garras del diablo, o que por el contrario diera para pensar que en su visión de obligado dogmatismo privó a esta de los medicamentos preceptivos de tal forma que le condenó a una muerte de injusto dolor. Y en ese caso ¿era él realmente culpable actuando por su fe? ¿no sería condenarle hacerlo a su ancestral religión?
No obstante, la vulgarización y la ingenua falta de diplomacia a la hora de dar respuesta al debate suscitado, conlleva que efectivamente los malísimos diablos se dedicaron a asustar y poseer a una pobre desvalida, y que lo demás –el juicio en sí mismo– es parte de la misma lucha del bien y del mal extendida en práctica judicial.
Antendiendo en cualquier caso a la relevancia del fenómeno del exorcismo en la historia del cine de acongoje, a la eficiencia taquillera del miedo vulgar, y a que algunos siguen impactados por el rótulo que anuncia inspiración en hechos reales, por más que las licencias que parten de esa patente de corso que anuncia base verosímil sean excesivas, podrían hacer que esta nueva ponencia sobre liberaciones diabólicas llegue al corazón del timorato adicto al cangelo. Así que, a seguir con las prácticas en cursillo avanzado. Algun día podrían hacer falta.