Aunque la idea soliviante a muchos cinéfilos de viejo cuño, lo cierto es que las películas de asesinos en serie las inventó el mismísimo Alfred Hitchcock, al rodar en 1960 un film en blanco y negro, de bajo presupuesto y dirigido al mercado juvenil, en el que no importaban ni el argumento ni los personajes sino hacer gritar al público empleando todos los recursos técnicos al alcance del director.
El resultado, Psicosis, ha sido en efecto el germen de un subgénero que, al estar basado casi en exclusiva en los tortuosos juegos de gato y ratón que enfrentan a criminales y víctimas, se ha visto obligado con los años a complicarse formal y argumentalmente para seguir sorprendiendo. Los propios psycho-killers han sufrido una transformación alucinante: Hace unas décadas no pasaban de ser mirones travestidos (Norman Bates), palurdos caníbales (La Matanza de Tejas), chiquillos traumatizados (Viernes 13, Halloween) o white trash subempleada (El Estrangulador de Boston, Pesadilla en Elm Street, Henry: Retrato de un Asesino). Pero por culpa de Hannibal Lecter (El Silencio de los Corderos) y de John Doe (Se7en) las exigencias curriculares fueron creciendo, y hoy por hoy ya no eres nadie en el gremio sin unos planes cuya complejidad haría temblar los cimientos de un ministerio y una filosofía con la que acomplejar a tus víctimas antes de violarlas y/o descuartizarlas y/o liquidarlas.
El último chico prodigio en ambos aspectos es Jigsaw (Puzzle), presentado en sociedad hace menos de un año con Saw (2004). Jigsaw sufre una enfermedad terminal a pesar de haber llevado una existencia edificante, y le indigna que otros menos virtuosos corrompan y desperdicien sus vidas sin castigo. Así que él se encarga de ponerles en situaciones desesperadas a las que solo pueden escapar afrontando sus propias contradicciones y apostando su integridad física. Como puede apreciarse, una propuesta rebuscada que daba lugar a un espectáculo intrigante, cruel, sórdido, y a veces involuntariamente cómico: una de las puestas en escena del psicópata le mostraba montado en un triciclo…
No cabía esperar mucho más de Saw II, sobre todo sabiendo antes de verla que sus buenos resultados en la taquilla norteamericana han hecho anunciar a los productores una Saw III. Sin embargo hay que reconocer a los creadores de la saga, James Wan y Leigh Whannell, a los que ahora se suma Darren Lynn Bousman en calidad de co-guionista y director, que al menos se han esforzado en mantener y superar el nivel en cuanto a sorpresas y tensión se refiere.
Si Saw arrancaba con dos hombres encadenados a los muros de un servicio, y empujados al límite físico y psicológico si querían salvar sus vidas y las de quienes amaban, en Saw II son siete las personas atrapadas en una casa, con solo dos horas para escapar de ella antes de morir por culpa de un gas nervioso. Y para complicar más la situación, uno de los encerrados es el hijo de un policía que creía haber atrapado al terrible Jigsaw, y que en cambio se convierte en otro peón de la macabra partida que el psicópata jugará contra todos.
Siendo capaces de pasar por alto la mediocre realización, el detalle de que un agonizante pueda montar el circo que muestra la película, y la incomodidad que provocan lecciones de moral puestas en boca de un demente, Saw II logra que se pase un mal rato, y permite debatir al salir de la sala sus numerosos golpes de efecto y el paso adelante que da en sus últimos minutos de cara a próximas secuelas. Para los aficionados al género, esto será más que suficiente.