No he leído la obra de C. S. Lewis en que se inspira Las Crónicas de Narnia: El León, la Bruja y el Armario. Da igual. Una película como ésta -y las que vendrán- no tiene más sentido que repetir la jugada de Harry Potter y El Señor de los Anillos. Desde entonces los ejecutivos de las grandes productoras rebuscan frenéticamente en la sección nueve a catorce años de la librería más cercana nuevas recetas de éxito.
El mamotreto elegido aportará únicamente la excusa argumental. Por ejemplo: durante la Segunda Guerra Mundial cuatro hermanos son evacuados de Londres, asolada por los bombardeos nazis, y van a parar a un caserón de campo en el que hallarán la entrada a un mundo maravilloso, Narnia, donde jugarán un papel fundamental en el cumplimiento de una profecía liberadora.
Se espolvorean sobre esa masa cruda unas virutas de lazos familiares, lealtades traicionadas y triunfo de la bondad, por aquello de que se trata de una producción navideña para disfrutar en familia. Unas virutas, ojo, nada de ofrecer un verdadero discurso moral que convertiría en sal al noventa por ciento del patio de butacas.
Y ahora el relleno, cuya función esencial es transformar una modesta ficción infantil en un producto de masas. Aun más, en un acontecimiento, de acuerdo con esa estrategia industrial que consiste en revestir un objeto de consumo con los ropajes de suceso cultural para satisfacer el ego de muchos espectadores no precisamente menores, pero incapaces de valorar otro tipo de propuestas más elaboradas. A tal fin se consagran un metraje desmedido, un aire de gravedad impostada, y unos efectos visuales tan apabullantes como agotadores.
Sin tal hipertrofia, Las Crónicas de Narnia sería una película entrañable. El director Andrew Adamson (Shrek I y II) otorga una atmósfera cálida a los primeros minutos, en los que describe a los niños, su éxodo campestre, y sus primeras incursiones a través del armario que abre la puerta de Narnia. Georgie Henley, intérprete de Lucy, la hermana más pequeña, y James McAvoy, que encarna al fauno Tummus, son grandes aciertos de reparto.
Los castores que protegen a nuestros protagonistas de la Bruja Blanca (Tilda Swinton) están llenos de vida. Hay auténtica magia en sus presencias, como en las de los lobos, los centauros, el minotauro o el majestuoso león Aslan, que supone un paso adelante en la recreación digital de animales y que protagoniza una espléndida escena de sacrificio ritual. Pero una película de este género, que fuerza constantemente la credulidad del público a base de arbitrariedades y ocurrencias, no puede durar casi dos horas y media en las que apenas pasa nada más allá del enunciado, y que culminan con la consabida y pesadísima batalla multitudinaria, rodada por cumplir y sin convencimiento.
Si Las Crónicas de Narnia triunfa en taquilla nos esperan seis entregas más. Uno tiene la edad suficiente como para prever que, si el cine monumental de hace unas décadas ha terminado pasto de los domingos por la tarde en televisión, donde se aprecian todas sus limitaciones cinematográficas, esta oleada de films elefantiásicos, infantiles y propensos a las secuelas también caducará. Es cuestión de esperar a que el gran público, volátil y caprichoso, decida que ya basta, y a que estas películas mengüen a su estatura natural. Con un poco de suerte habrá entonces sitio en los menús para delicatessens como El Padrino, Taxi Driver o El Cazador. ¿Qué pasa? Uno también tiene derecho a soñar, aunque no sea en anillos de quince horas de grosor, magos necesitados de hechizos interpretativos o chimpancés de treinta metros.