Que la industria cinematográfica francesa goza de buena salud lo demuestra su facilidad, solo compartida por Estados Unidos, India y Hong Kong, para facturar incesantemente películas comerciales clónicas. Y si esas películas son thrillers, ya es como para perder la cuenta.
El Imperio de los Lobos se basa en una novela de Jean-Christophe Grangé que el propio autor ha adaptado (junto a otros cinco guionistas) para el cine, como ya hizo con Los Ríos de Color Púrpura. Está protagonizada por Jean Reno, también intérprete de las dos entregas de Los Ríos de Color Púrpura, y que encarna aquí un personaje similar. El director es Chris Nahon, cuya ópera prima, El Beso del Dragón, fue escrita y producida por Luc Besson. Besson escribió y produjo Los Ríos de Color Púrpura II. Ninguno de los citados tuvo nada que ver con El Pacto de los Lobos, pero ésta y El Imperio de los Lobos comparten no solo un título similar, sino también a los responsables del diseño de producción (Guy Claude-François) y de los efectos especiales (Philippe Aubry).
De este embrollo se saca una conclusión harto sencilla: la fórmula del policiaco con elementos terroríficos y estética gótico-discotequera se reciclará una y otra vez mientras siga dando dinero, perdiendo con cada lavado de cara jirones de calidad y coherencia.
La última muestra, este Imperio de los Lobos, roza ya los mínimos aceptables. Reno es Schiffer, un policía más conocido como El Hierro en el submundo criminal parisino, a quien saca de su retiro Paul (Jocelyn Quivrin), joven capitán que no sabe cómo detener a un asesino en serie. Por otro lado, una mujer (Anna Heymes) sufre crisis de amnesia y terribles alucinaciones. Ambas líneas argumentales discurren de manera paralela, confusa y desmayada durante gran parte de la película, sin que ni de los paseos de los trillados personajes ni de sus diálogos podamos deducir dónde va a llevar el enredo, en el que tienen cabida la mafia turca, la cirugía maxilofacial, organismos paragubernamentales y sectas ancestrales.
“¡No entiendo nada!”, “¡He venido a comprender!” o “¿De qué va esta movida?”, se oye a lo largo del film. Y no sabemos si son momentos de ficción o del making of, pues ciertamente mucho antes de que terminen los eternos 130 minutos que dura El Imperio de los Lobos uno también se ha perdido. El problema es de la historia, pero la realización no ayuda en nada: lo de la claridad expositiva y el ritmo de las secuencias está pasado. Es más creativo que los exteriores sean lluviosos y sórdidos. Que en los interiores siempre hayan saltado los plomos o la iluminación corra a cargo de fluorescentes gélidos. Que cada cinco o diez minutos haya algún golpe de efecto en forma de bombazo sonoro o rostro desfigurado. O emplear tres planos para mostrar a alguien gritando. O meter la cámara en la alcachofa de una ducha…
Dice Chris Nahon que hoy en día, para remover a la audiencia, hay que usar imágenes fuertes. Yo aun diría más. Con un guión como el de El Imperio de los Lobos, y a falta de más talento visual, sería necesario usar imágenes snuff y psicofonías. Pero no para removernos. Sino para despertarnos.