Sam Mendes ascendió a los altares del cine moderno con American Beauty, una película de las que marcan una época y en la que todo parece perfectamente acoplado. Tanto por el fondo como por las formas, hizo que el guión de Alan Ball (creador de A dos metros bajo tierra) llegara a lo más hondo de sus espectadores.
Un tiempo después dirigió a Tom Hanks y a Paul Newman en una excelente muestra de cine negro con Camino a la perdición, donde a un acabado impecable le dio una historia repleta de venganza fratricida. En ella, el personaje de Hanks debía vengar a su familia, de la que sólo había sobrevivido su hijo, tras ser traicionado por una suerte de hermanastro. El resultado podría no resultar igual de contundente y acertado que con la anterior, pero dentro de los límites de su argumento sí remataba un producto de sobrada calidad.
Ahora, con Jarhead, la primera pregunta que surge es la de su pertinencia: qué necesidad había. El relato de un grupo de marines que tras su formación acuden a la guerra del golfo para encontrarse cara a cara con la espera de una acción que no llega, se encuentra demasiado marcado por la filmografía del género como para encontrar un sentido. Esto es así porque decidirse por una producción bélica supone enfrentarse al todopoderoso Kubrick (La chaqueta metálica) a la hora de plantear una férrea instrucción de los soldados, y abocada inevitablemente a un resultado inferior. Porque si uno quiere remover los estómagos del respetable –pretensión aquí descartada–, el desembarco de Normandía de Spielberg recuerda dónde está el techo. Y si uno apuesta por las voces en off reflexivas, debe tener en cuenta que el consumidor habitual de estas cintas probablemente las deteste visceralmente tras La delgada línea roja.
Lejos de las divagaciones de esta última, aquí las peripecias relatadas por el guión de William Broyles Jr, aún buscando mensaje y calado, son de una relativa evidencia. Responsable de otros textos superficiales como la revisión de El Planeta de los simios o el empacho digital-navideño de Polar Express, su escritor no pasará a la historia por la excepcional brillantez o carácter revolucionario de sus textos. Las diversas escenas de cotidianeidad guerrera a que nos somete durante dos horas, ayudan a dar idea del agotamiento ocioso de sus protagonistas, hace incluso sentir su calor y un aburrimiento que apunta a desesperación, pero ni la obligada acumulación de quehaceres presumibles, ni sus reiterados intentos de enfrentar a los soldados, llevan demasiado lejos en un camino demasiado largo.
En lugar de ello, son muchas las ocasiones en que ante la obviedad y planicie de lo que aparece en la gran pantalla, es la banda sonora la que rescata a todo el aspecto emocional en un engarzado de videoclip donde sólo la música parece encontrar una causa. Ella es la que nos rescata de los tiempos muertos, la que nos anuncia cuando la historia se consume o la que simplemente se preocupa de despertarnos. No puede con todo evitar un poso de oquedad, de vivencias desabridas en que la construcción de los personajes queda en un término medio casi meritorio por su acomodamiento en tierra de nadie: con un carisma justo para conocer bien sus vidas, insuficiente para sufrir con sus desdichas.
Por lo demás, para quienes crean que en la guerra hay tiros, explosiones y valerosas gestas acompañadas de apropiadas declamaciones, esta no será sino una mala broma, y se quedarán igualmente oxidados en las trincheras esperando una promesa que no llega.