Las dos inserciones de escenas de lucha, en estos tiempos del Señor de los anillos, podrían estar firmadas por internautas frikis rodando en un veraneo en La Mancha.
Para quien no la tenga en la cabeza, o la tenga como un turbio recuerdo de días de sopor académico, la obra Tirant Lo Blanc es una de las más importantes de la literatura valenciana, y por ello cabría suponer que de la española. Recopilatorio de plagios (y algún autoplagio) que Martorell desarrolló con sus añadidos, terminó con un resultado tan completo que mereció los halagos del propio Cervantes.
Estamos pues ante el tipo de reliquias que fascinan a los académicos, que aconsejan su inserción en los planes de estudios para que adolescentes con problemas de concentración e infestados de hormonas revoltosas se las vean con tramas primitivas expuestas en un vil lenguaje arcaico.
Vicente Aranda también quedó fascinado por Tirant Lo Blanc, y ha tenido en su carrera una obsesión con su historia comparable a la de Terry Gilliam con el Quijote. Si aquel todavía se plantea si volver a reintentar la aventura de filmarla tras los hechos recogidos de forma impactante en el documental Lost In La Mancha, el realizador catalán por su parte ha logrado consumar tras no pocas decepciones el objeto de sus deseos, ayudado por otro entusiasta seguidor del proyecto, el productor Enrique Viciano. Sin entrar en detalles escabrosos de financiación y en cuántos cadáveres han quedado en el camino, tras un desencuentro por el número de semanas de rodaje, el montaje final llega engalonado con el apoyo institucional para llevarnos a la feria cultural de los antiguos mitos.
Para el lector confundido, que tendrá un recuerdo emborronado en que El Cid, Tirant y hasta el ingenioso Hidalgo se pasean a trompicones por su cabeza, la que nos ocupa es una historia de disputas entre moros y cristianos -de cuando estaba bien visto tenerlas y relatarlas-, en que entraba en juego el amor apasionado del guerrero Tirante, desprovisto de casta noble, y la hija del emperador, cuya virginidad podía ser entregada en matrimonio de conveniencia con el enemigo musulmán por intereses soberanistas.
La cuestión es cómo se materializa el culebrón bélico. Lo primero, con mucho de culebrón, y poco de bélico. Las dos inserciones de escenas de lucha, en estos tiempos del Señor de los anillos, Troyas y otros espectáculos fastuosos de bombo y platillo, son dos cortos caseros que bien podrían estar firmados por internautas frikis rodando en un veraneo en La Mancha. Movimientos indefinidos en cámara hiperlenta, murmullos estentóreos y saltos de cuatro extras coloristas componen la lucha por todo lo alto. La cantidad de extras, sea la que sea, se manifiesta escasa en toda la producción atendido a lo que cabría esperar de la riqueza de un imperio, problema socorrido con planos cerrados en que la cámara se acerca al límite de lo imposible ante la carencia de entornos amplios que filmar. Un recurso constante en cada uno de sus minutos que definen una factura técnica de digno producto televisivo.