Pierce Brosnan como Matador es sencillamente un lujoso esperpento de sí mismo.
La historia del cine está repleta de asesinos a sueldo desempeñando con exquisita profesionalidad sus obligaciones homicidas. Desde Jackales, Nikitas en busqueda de redención, obsesivos histriónicos (sobreactuación mediante, Mr Banderas) tan competitivos como para ambicionar el primer puesto de su trabajo, hasta enrevesados intentos de llevar la guerra a la pareja con la reciente aportación de Pitt y Jolie, el muestrario de personajes da para no dormir, o para intentar hacerlo en la sala entre pirotecnia y dinamita.
Uno de los atractivos principales de The Matador, y que a priori es también uno de los argumentos desalentadores para el crítico receloso, es contar con quien en los últimos años ha representado el carácter engolado, arrogante, rematadamente pulcro y estético en el ejercicio de funciones igualmente sanguinarias. Aún haciéndolo al servicio de la Gran Bretaña, el 007 que exhibía como una suerte de apellidos su ‘licencia para matar’ ya tenía lo suyo de asesino a sueldo en el curso de sus misiones. Ahora bien, todo lo que tenía de culto a héroe, de escenas imposibles bajo un perfecto peinado luciendo frases de slogan, son un apoyo importante para aupar en el al espectador, y así poder derribarle desde más altura: Pierce Brosnan como Matador es sencillamente un lujoso esperpento de sí mismo. Se burla de una imagen que se le había asociado, de su pose pulida con la que se había generado un rostro hierático que en sus tres registros era hasta hoy la marioneta lucidora de los clichés de Hollywood.
Ayuda que Richard Shepard, aún con sus escasos films a sus espaldas –algo más de experiencia televisiva– crea y dirige un guión repleto de frases de brillante sarcasmo, ruptura de formas y exteriorizadas por personajes que se enlazan con química. A Brosnan le acompaña Greg Kinnear (conocido por depurar el lado homófono del Jack Nicholson de Mejor Imposible) en labores de honesto y luchador hombre de negocios que casualmente se encuentra con un tipo excéntrico que es la cara misma del mal. Una cara que al mínimo descuido se puede tornar excesivamente simpática para no acabar cogiéndole algo de cariño, aún cuando lo que esconde es una larga mancha de sangre. Aporta Kinnear además una buena dosis de humor negro al incluir un componente de drama que hace más creíble y cortante el contraste de ambos personajes, llegando al extremo de provocar risas culpables en momentos en otro guión inaceptables.
Después, ver a ambos caminar unidos en su destino en una influencia recíproca bien tratada aún cuando el guión quiera reservarse algo de modesta sorpresa, es parte junto a su agradecido tono original y sorprendente de los atractivos de una cinta que pasará a la historia por demostrar que Pierce Brosnan sí podía actuar en el sentido propio de la palabra, y que un poco de valentía en guión y dirección puede tener resultados muy agradecidos y refrescantes para quien quiera mirar más allá del fondo del cubo de las palomitas.