Los diálogos tienen una elaboración perniciosamente inteligente.
Pocos medios, poco tiempo y un director con experiencia en la publicidad y varios trabajos en videos musicales. La posibilidad de acabar ante un ejercicio de esnobismo con delirios artísticos daba para temblar, los temblores no obstante se materializan en otra dirección, la de asistir a una nueva tortuosa sesión en nombre del crimen y castigo.
Debería replantearse la necesidad de, una vez abierto un frente, exprimir hasta las últimas consecuencias su jugo, cuando es terriblemente evidente que no queda gota alguna. Cuando esto sucede en el cine de humor, agota las risas y queda un triste silencio que para sí quisiera el drama cuando le llega el mismo agotamiento. En el terror, agotada la búsqueda del miedo el camino se dirige o a una visita a la charcutería. En la acción por su parte, a un ejercicio de desguace masivo a ritmo de sonsonete discotequero. Y en el thriller a cansinas variaciones del gato y el ratón que en los 90 encontró una variante en el thriller erótico (que tiene estos días un último recuerdo tirando de secuela de Instinto básico), y que se recondujo posteriormente al policíaco de psicópata mutilante que encadena con el género que ahora tratamos.
Porque en esta ocasión nos encontramos ante lo que podríamos llamar “cine de mal rollo” o “de tortura merecida” . Quien la hace, la paga, pero además lo hace con la cartera del cinéfilo.
Las preguntas vienen solas en la medida en que sigue asistiendo el sentido común ¿hasta qué punto es agradable emplear el tiempo del público en hacerle desear un pronto desenlace, una agónica venganza sobre alguno de sus personajes, y una visceral respuesta a la altura de las circunstancias?
El último coletazo que ha resucitado la fuerza de cintas como esta fue provocado por el éxito de Saw, que entre varias degeneraciones que se irán prorrogando en sus continuaciones (no vale con seguir una sola vez, se trata de comernos la moral) ha descubierto que si al final hay una sorpresa a la que el público llega despierto y con el estómago revuelto, estamos ante un éxito de taquilla.
En el caso de Hard Candy, todo empieza con el entrañable encuentro entre una muchacha adolescente de 14 años, y un fotógrafo profesional que le dobla la edad. Tras conocerse en Internet, quedan en un café, se presentan, se hablan, materializan sus expectativas y él aporta madurez a las dudas y aspiraciones que ella tiene. Pero llegado un punto, los malos augurios que anunciaban detalles de una realización en que David Slade sabe comedir su experiencia visual para sólo dejarle espacio en recreaciones de angustia, se convierte sencillamente en un giro diabólico hacia lo insoportable. Entrar a desmenuzar más sus causas y excesos sería posiblemente desvelar algo de lo que le ha de valer la pena al sufrido público que quiera experimentar una verdadera tortura. Los diálogos tienen una elaboración perniciosamente inteligente, el dueto de personajes saben cómo dar credibilidad a sus papeles en lo que era una necesidad para nuestro agravio a la vista de que ellos llenan toda la pantalla y argumento. Así todo acaba convirtiéndose en una cuestión de preferencias: amigos del masoquismo y de la tortura auto inflingida, he aquí una nueva sesión de veneno para su adrenalina. Disfruten o sufranla como bien puedan. Aquí hay uno que se baja.