Cars no es una película ni mucho menos tan completa como varias de sus predecesoras.
Pixar es líder indiscutible en el terreno de la animación. No es de extrañar que Disney le haya entregado su alma para evitar su fuga, cuando todo lo que la compañía de Donald significó en el pasado lo representa ahora la factoría de Steve Jobs, también cofundador de Apple. En conjunto, todas sus producciones superan holgadamente también a las de la competencia en Dreamworks, con excepciones contadas como la primera parte de Shrek, que tras hallar virtudes por práctica casualidad (enmendada en una segunda parte de corrección cuadriculada que le desproveía de todo su componente vitriólico) deja una sentencia clara: Pixar es la que siempre acierta.
Tiene incluso el don de la oportunidad, de acertar al elegir personajes a los que posteriormente llena de carisma con sus dibujos y inteligencia en sus diálogos. Ejemplos como la superheroica familia de Los Increíbles, o entrañables pescados de Nemo o la panda de juguetes de Toy Story no dejan lugar a la duda.
¿Es Cars una excepción? Pues posiblemente. A pesar de que la elección del protagonismo de los coches, instrumento que podría haber llegado fácilmente a ese carisma mencionado habida cuenta de la platónica relación que muchos establecen con su vehículo y que transmiten a sus hijos, algo que permite alterar la personificación que la animación ha hecho tradicionalmente con todo tipo de animales imaginables, no aciertan del todo. A pesar también de proseguir sus exhibiciones visuales en busca de un objetivo ya cada vez menos claro (¿que en el futuro no distingamos los dibujos de lo que no lo son?), o incluso a pesar de sus inevitables momentos graciosos y el necesario repertorio de personajes que recoja todas las dosis necesarias: al representante de la estupidez simpática, al de la capacidad aleccionadora y a la de la seducción de premio en el desenlace. Con todos esos pesares, Cars no es una película ni mucho menos tan completa como varias de sus predecesoras.
Puede que su amplio repertorio de guionistas hayan querido unir demasiados flecos a una historia excesivamente prolongada. El coche simpático y farruco sometido a las luces y sombras del éxito que acaba perdido en un poblado de la América olvidada a lo Doc Hollywood, sentenciado al semisecuestro para descubrir su yo verdadero aprendiendo a apreciar el interior de los seres humanos (o el interior humano de los vehículos animados), se lleva a cabo con tantos tiempos muertos y obligaciones de cánticos nostálgicos que en su transcurso da tiempo a fundar una familia, a preparar una oposición de clase A, o a repasar mentalmente el otrora tortuoso listado de los reyes Godos.
Las escenas de animación intensa de derrapes, juegos de luces, exhibición acelerada de bombo y platillo y el contraste con la prospección de carácteres se dilatan igualmente hasta tal punto que uno llega a preguntarse repetidas veces si en un acto de valentía los guionistas han optado por eludir el trámite del desenlace previsto y van a quedarse en tierra de nadie, o si sencillamente lo han olvidado. Pero no, salvo algún detalle final de muestrario de nobleza y tantas otras virtudes debidamente adoctrinadas, en todas las decisiones de guión abunda la previsibilidad más clásica. ¿Es eso un defecto? Posiblemente no, habida cuenta de que el público infantil es el que, aún no entendiendo la mecánica de los derrapes en sus exposiciones doctrinales, saldrá satisfecho con su dosis regular de animación y azúcar. No obstante en esta ocasión sí habrá quien perezca en sus tiempos muertos argumentales y no se sienta tan implicado en el redescubrimiento interior del héroe metálico. Otra vez será, ahora en todo caso manda la distracción veraniega de su público acérrimo.