Se podría decir que ha terminado. Que finalmente el poder del anillo se ha extinguido, que somos libres. Se contará que las navidades del 2003 los millones de seguidores del viaje liberador de La Comunidad respiraron profundamente conscientes de que no tenían que poner los ojos en un año después, que no tenían que mirar en un horizonte tan lejano como el que marcan 365 días y noches de espera, para seguir con un camino demasiado extenso al que era hora ya de ponerle final.
¿Y bien? ¿Se sienten en paz los que demonizaban la idea del estreno anual y querían acabar a toda costa con la trilogía para considerar superado el espectáculo? ¿O acaso han variado su forma de ver las cosas ahora que todo acabó, sabiendo que no volveremos a recorrer sin aliento, emocionados o hastiados como obliga la expedición, la superficie de la Tierra Media?
Es difícil entrar a criticar una adaptación tan pretenciosa como la que parte de un libro de la talla del Señor de Los Anillos. Que un discípulo, en un acto de arrogancia, entre a reinterpretar líneas que para muchos otros tienen demasiado valor, puede ser sacrílego. Que a cambio cree con tanta opulencia un mundo de horrores y maravillas, haga una fotografía del sueño de Tolkien y nos invite a recorrerla, requiere en un acto de gratitud ante el espectáculo servido, la contundencia de quien no puede más que rendirse a la admiración. Porque ante todo esta trilogía de cine ha conseguido el casi imposible reto de ser digna de su libro. De alzarse en una producción histórica que debería recuperarse regularmente en las salas de todo el mundo para ejemplificar de qué es capaz el cine de ficción, hasta donde puede llegar la fantasía, y devolver así regularmente la invitación a recuperar su forma original. Invitar a todos aquellos que sean capaces de lanzarse al extenso relato que de forma proporcional a su tamaño, ofrece matices que bien por caprichos de guión, bien por ser inadaptables a otro formato, se contienen sólo entre sencillas hojas de papel.
Lástima que Tolkien no haya podido saber de cómo de grande llegó a ser su obra. Quizá habría renegado de algunos cambios de una obra que con tanto esmero pulió demasiadas veces para dejarla a su medida. Pero habría disfrutado con la divina sensación de ver con sus ojos el mundo que creó con su mano. Y de saber cuántos soñaron sus sueños, y cuantos quisieron quedarse en ellos.