El demonio y los demonios familiares

Aun a riesgo de enojar a adolescentes en pleno desorden hormonal, mentes ancladas en el siglo XV o cegadas por iluminaciones pseudorreligiosas, pobres de espíritu y gente simplemente inculta, hay que comenzar esta reseña recordando que las posesiones diabólicas no existen. Son manifestaciones de procesos psicopatológicos complejos, que no resultan precisamente agradables ni para quienes los padecen ni para quienes se ven obligados a compartirlos, y que deberían ser tratados con más respeto que el demostrado por charlatanes mediáticos y sectarios.

La aclaración es pertinente por cuanto las películas que tratan de posesiones y exorcismos suelen hacer mucho hincapié en que están inspiradas “en hechos reales” y si se tercia “reconocidos por la Iglesia Católica”, sin duda para acrecentar la solemnidad y el debate sobre lo que muestran. Olvidando tanto sus artífices como los espectadores ingenuos que cuando las luces se apagan y comienza la proyección, lo único que importa es la suspensión de la incredulidad apoyada en los factores exclusivamente cinematográficos; y que por tanto, veamos la grabación con un móvil de la odisea de un subsahariano en una patera o El Señor de los Anillos, el único criterio válido de efectividad artística es el impacto emocional e intelectivo que esas representaciones tengan en el público, independientemente de sus orígenes; por mucho que a algunos les interese dar carta de mayor nobleza a los reales que a los imaginarios.

Así pues, las posesiones diabólicas tienen su atractivo en pantalla; pero no porque en ella se refleje ninguna realidad material sino, por el contrario, porque durante dos horas la fantasía deviene verosímil y pasamos miedo al ver a una adolescente bailando en camisón sobre su cama. Además el demonio, como cualquier criatura fantástica, es un excelente comentarista social. El Mal en el arte se convierte en una excusa para contemplar el orden establecido desde una perspectiva crítica. En su ensayo Danza Macabra (Ed. Valdemar, 2006), Stephen King escribe que El Exorcista (William Friedkin, 1973) “trata nominalmente de los intentos por parte de dos sacerdotes por expulsar un demonio que ha poseído a una joven […]sustancialmente, sin embargo, es una película que habla del cambio social explosivo que tuvo lugar a final de los sesenta y principios de los setenta”. Réquiem (Hans-Christian Schmid, 2005), todavía inédita en España, recrea lúcidamente los sufrimientos y la muerte de Anneliese Michel (1952-1976), una joven alemana víctima no tanto de una presunta posesión como de un entorno asfixiante y del fanatismo religioso, elementos que la película fustiga con sobriedad. Y El Exorcismo de Emily Rose (Scott Derrickson, 2005), vuelve a cuestionar el valor de lo documental en la expresión artística al partir del mismo caso que Réquiem y rematar una ficción muy diferente, un drama judicial recorrido por una curiosa intención proselitista respecto al tema.

¿Cuál es el interés específico de Maleficio dentro del subgénero posesión y/o exorcismo? Porque su planteamiento es muy similar a los comentados: una leyenda o hecho verídico ocurrido en el estado de Tennessee durante el primer cuarto del siglo XIX, filtrado por la imaginación del novelista Brent Monahan, y centrado en una familia de terratenientes cuya hija mayor (interpretada por Rachel Hurd-Wood) y su padre (Donald Sutherland) comienzan a sufrir una serie de episodios alucinatorios e histéricos provocados por una presencia, más espectral que demoníaca, aparentemente atraída hacia ellos por un maleficio. Cabría apuntar como novedad que las actividades paranormales delatan la falsedad de los presupuestos que cimientan la armonía del colectivo familiar, y como posibilidad que el momento histórico en que transcurre la película favorecía algunos comentarios de tipo sociocultural o, en sentido contrario, una inmersión en el horror tétrico y brumoso.

Sin embargo, el guionista y director Courtney Solomon (Dragones & Mazmorras, 2000) fracasa en la tarea de desarrollar esas novedades y posibilidades: Maleficio es una narración caprichosa y superficial, en sus últimos minutos casi incoherente, en la que escenas de varios minutos se desvelan sueños sin mayor repercusión; en la que abundan las elipsis típicas del peor cine de terror –después de que la familia vea a la chiquilla flotando en el aire y recibiendo una sarta de bofetadas por parte de un ser invisible, cortamos a todos ellos departiendo reposadamente con las visitas-; y en la que se incluyen un prólogo y un epílogo que transforman la película en un episodio de Médium. Para estropearlo del todo, como realizador Solomon opta por recursos tan lamentables como la mano sorpresa en el hombro, una cámara que sobrevuela de forma mareante los interiores, un montaje que se quiere angustiante y solo peca de precipitado, unos efectos musicales y de sonido estridentes, y un desaprovechamiento clamoroso de la escenografía y del formato panorámico.

Únicamente la convicción que Sutherland y Sissy Spacek ponen en la interpretación de unos personajes poco trabajados sobre el papel hace intuir al espectador una película que, por lo demás, no existe. Si despojamos a Maleficio de esos ropajes y los relacionados con una producción aseada, prácticamente estaríamos hablando de un subproducto. Esperemos no tener que soportar encima a vendedores de crecepelo diversos intentando sacar punta a una anécdota que, basada en hechos reales o no, tal y como está contada, ¿a quién le importa?