Varios son los inescrutables misterios que han acompañado las elucubraciones del hombre desde el principio de los tiempos. Uno, si después de muertos podemos volver. O, visto desde el otro lado, si los que han muerto pueden volver y asustarnos poniendo caras de mucho miedo.
Dos, si perdidos entre fulgurantes estrellas, hay bichos de nariz trompetera que en un día de tedio decidirán venir de Erasmus al planeta tierra.
Y tres, quién es el ratoncito Pérez, de dónde saca el dinero un roedor para comprar dientes, y por qué a los niños no les asusta la idea de tener una rata bajo la almohada si a cambio van a sacar tajada.
Sería arriesgado pronosticar que la próxima película de este indio tan esmerado que es Shyamalan, va a ir sobre el pequeño de los Pérez. Tras abordar el primero de los engigmas, un posterior lapso delirante con el mundo del cómic y un Willis vivito emulando a Batman -que sólo gustó a aquellos que renegaban del Sexto Sentido, probablemente buscando alternatividad-, ha llegado la hora de acometer la segunda gran incógnita, y ver qué opina de los marcianos.
Así se tercia una guerra de mundos real, contada desde una perspectiva familiar huyendo de explícitas luchas a lo Will Smith cabalgando hacia el "día de la independencia". No desde una familia cualquiera, sino una que carga con pesos, tristeza y reproches internos demasiado grandes para que un marciano pueda cambiarlo todo.
En este enfoque, es donde se gana gran parte del crédito. El resto, en el aspecto formal que construye tensión, angustia y la adereza esporádicamente con gotitas de humor agradecido para la risa nerviosa. Shyamalan trabaja sus guiones. Convence con ellos a actores y luego a espectadores. El lastre de El Protegido era excesivamente grande incluso para él, defender el carácter histórico-científico de las viñetas de hombres de mallas, era demasiado y más contado en tono de película tramposa. Pero ahora no hay nada más, no hay un deseo de sorprender, engañar o detallar. Hay una historia particular y concreta, en tono reflexivo, donde la dirección está lo suficientemente bien hecha para aguantar la concentración.
Sobrado en recursos, se permite incluso un auto-cameo, guiño al espectador emulando a alguno de los grandes, y se reserva un pequeño y relevante papel. Por lo demás, toda su trabajada construcción, forma una buena mezcla que carga tensión, expresa vulnerabilidad, y lo hace sin cargas de efectos especiales sino con medida sencillez. Una gran demostración de qué es hacer cine por uno mismo.