Mal uso el del término terror, cuando el miedo lo da el asco y la aprensión se basa en la sucesión de impactos sonoros/visuales. Más difícil resulta recrear una pesadilla sin planos explícitos, sin atroces mutilaciones o súbitas apariciones de monstruos imaginados que surgen de un lugar absurdo para su particular misión carnicera.
E imposible prácticamente, aterrar desde el minuto 1 al minuto 100, a base de cosas no vistas, realidad cotidiana, y con la mayoría de hechos aconteciendo a plena luz del día, con las sombras acechando como recurso reservado.
Bran Anderson, tras esta demostración de supremacía y poder de dirección, debería quedar como autor del más nítido decálogo de cómo asustar sin trucos facilones, historias tramposas o vísceras bailonas. Su total dominio de la situación, le hace jugar con el espectador como un yo-yo, consciente quizá de que con tantos poderes en sus manos, lo mejor es no arrojarle a un total climax de histeria, sino hacer que se acerque peligrosamente a un estado de locura inaguantable, permitiendo que el desasosiego que persigue desde la primera imagen, se vaya prolongando mientras él marca un ritmo tan sabiamente caprichoso, como piadosamente enloquecedor.
Y es que no consuma la locura, sabedor que las excesivas vueltas de tuerca acaban con esa atracción macabra que tan cuidadosamente va levantando, prefiere cortar en los peores momentos y dar descansos, e incluso prescinde de finales de "corazón en puño", y se limita a una lenta y suave desconsiderada comezón, dónde seguiremos asimilando todo lo anterior.
Pero... ¿qué es lo anterior? lo cierto es que llega un punto en que la historia, el por qué, el origen, el final, son elementos del todo accesorios. Por eso se pueden obviar finales maquinados e insidiosos y, con ligeros momentos de siembra de dudas -del todo secundarias-, es posible dejarlo todo en manos de lo que se intuye, no lo que se nos manda, si no lo que nosotros recibimos, que por sí sólo puede hacer mucho más que lo explícito. Para ello, la grandiosa construcción deshabitada -y pendiente de rehabilitación- con su crudo pasado que está-sin-estar en cada una de sus paredes y rincones, se erige en un poderoso instrumento viniendo a ser el más aciago de los monstruos, algo similar a lo que Kubrick buscaba en el hotel de "El resplandor", pero que aquí aparece exacerbado en grado sumo, acorralándonos sin descansos, preguntando a qué obedece hacer del cine tamaño sufrimiento.
Y no es fácil saberlo. Pero es totalmente irresistible.