Callejón sin salida para una saga con muchos puntos de interés, que se está echando a perder por la insistencia de sus artífices en mantener un esquema que ya no resulta válido
En una coyuntura como la del cine de terror actual, limitado por lo general en sus planteamientos, sean originales o reciclados, al acoso y derribo de seres humanos durante un metraje estándar primando la distorsión temporal de la acción, el retrato cruel de la angustia, la creación de atmósferas malsanas y el recurso a la casquería sobre cualquier consideración novedosa en cuanto a los argumentos y sus implicaciones, no es de extrañar que la saga creada por James Wan y Leigh Whannell haya atraído un gran número de fieles a las andanzas de su verdadero protagonista, ese enfermo terminal que pone a prueba la voluntad de vivir de los sanos mediante pruebas tortuosas.
Saw y sus continuaciones no son ajenas a las constantes citadas y constituyentes de títulos como Las Colinas Tienen Ojos (2006), Amanecer de los Muertos (2004) o The Descent (2005); también son películas inevitablemente sintomáticas de estos años posteriores al 11-S, en los que el género sirve de catarsis expiatoria a Occidente en forma de ceremonias cinematográficas de cuerpos presentes oficiadas por criaturas tan ajenas a los razonamientos y valores de los sacrificados como quienes estrellan aviones y vuelan trenes de cercanías respecto de los nuestros.
La diferencia entre aquellos monstruos sordos a las súplicas y reducidos dialécticamente a las amputaciones toscas y el canibalismo sin receta, y el John Cramer (Tobin Bell) de Saw, es que éste último actúa como un demiurgo de planes complejos y abiertos a la interactividad de las víctimas. Heredero en métodos y espíritu del Doctor Lecter de El Silencio de los Corderos (1991) y sobre todo Hannibal (2001), y del John Doe de Seven (1995), Cramer ni siquiera se mancha las manos. Aun más, dice “detestar a los asesinos”. Prefiere atrapar a sus secuestrados en retorcidos artificios de tortura que les fuerzan primero a reconocer el egoísmo y la indiferencia que habían regido hasta el momento sus existencias, y después a esquivarlos con un alto coste físico y emocional si quieren salvarse a sí mismos y, a menudo, a otros seres queridos, en una red de intrigas y dependencias que justifican el sobrenombre criminal de Cramer, Puzzle.
Es esa combinación de trampas mortales, angustias físicas y morales de quienes las sufren, e implicación involuntaria de multitud de personajes manipulados por el Puzzle, la que como decíamos ha encandilado a muchos aficionados en la realidad e incluso a una víctima en la ficción, Amanda (Shawnee Smith), a la que en Saw II descubríamos redimida tras vencer en la prueba pertinente y convertida en ayudante de Cramer.
Sin embargo, el talón de Aquiles de Saw estriba precisamente en la obligación de superar con cada entrega las sorpresas, las complicaciones y los mecanismos sádicos que dan sentido a la serie. Respetando Whannell y Wan como guionistas la continuidad inmediata entre secuelas –cada una empieza exactamente donde terminó la anterior-, así como la condición de agonizante de Cramer, se han impuesto a sí mismos un tour de force que deviene en Saw III un escenario amenazado de ruina por la debilidad y la cantidad de piezas que componen el rompecabezas, al que por otra parte tampoco se le adivinan más posibilidades de ampliación.
La película dispersa su atención entre Cramer, ya al borde de la muerte; su pupila Amanda; una doctora cuya vida depende de que no se extinga la de Puzzle; un tipo que quiere vengar la muerte de su hijo; y dos policías que habían escapado ilesos de Saw II. Las interminables idas y venidas de todos ellos, en tiempos presente y pasado, no responden sino al intento de epatar al espectador, alargar situaciones, y cohesionar elementos de la saga hasta ahora deshilachados o sin explicar. En cuanto a las sofisticadas trampas de Puzzle y su colega, se expanden risiblemente hasta conformar parques temáticos que cubren hectáreas. Y hasta el gore es de segunda, amén de incoherente: con tal de dar asco, tenemos que asistir a una operación a cerebro abierto sacada de un capítulo de Urgencias.
La inverosimilitud del enredo, la mediocridad de los conflictos dramáticos y los diálogos, las pésimas interpretaciones de algunos actores, acercan Saw III a la categoría de subproducto; categoría en la que la cinta cae de lleno si atendemos a la pobreza del diseño de producción y de la realización: bombardeo de planos medios, engarzados en las secuencias de transición por cegadores fundidos en blanco; barridos de cámara de un actor a otro acompañados por irritantes excesos sonoros; y una fotografía que se pretende opresiva y únicamente resulta cutre.
Lo que en Saw constituyó, con todas las pegas que se le quisiera poner, una novedad misteriosa y con cierto trasfondo, empezó a revelar puntos débiles en Saw II, y se ve abocada en Saw III a una reiteración forzada al borde de lo autoparódico. No dudamos de que habrá una Saw IV, pues las misérrimas condiciones de producción de la serie propician que un éxito mínimo de cada secuela garantice la siguiente, pero la cuestión es, ¿podrá distinguirse la cuarta entrega de la mofa sobre el conjunto que pudimos ver en Scary Movie 4?