Eisenheim (Aaron Johnson, Edward Norton) es un niño diferente obsesionado por el mundo de la magia. Cuentan de él, que un buen día tuvo la fortuna de encontrarse con un anciano prestidigitador que le reveló alguno de sus secretos, y poco antes de desaparecer, dejó su vida encauzada a investigar cómo llegar a ser algo más que un mago.
Gracias a sus extrañas habilidades, todavía niño logró llamar la atención de Sophie (Eleanor Tomlinson primero, la deslumbrante Jessica Biel después), una hermosa niña cuyo linaje va a ser una obstáculo infranqueable. Privado de su compañía, se dedica en cuerpo y alma a avanzar en sus conocimientos mágicos, recorriendo numerosos países en busca de nuevos secretos, para acabar volviendo a su país con un extenso repertorio con que ganarse la vida en el mundo del espectáculo.
En una de sus funciones, un día, atraído por su fama, acude el déspota Príncipe heredero. Le acompaña su prometida, que no puede ser otra que su Sophie.
Un argumento como el de El Ilusionista (Neil Burger, responsable de Entrevista con el Asesino) está encaminado de antemano al efectismo más evidente. Si los profesionales de la magia han logrado reunir las suficientes artimañas para crear espectaculares shows en directo que hagan dudar al público de la verdadera naturaleza de sus trucos, el formato de cine con efectos especiales va a dar para mucho más despliegue a la hora de asombrar con sus números de magia. Pero en ese sentido, el problema radica en la menor capacidad de sorpresa de un público inmune a los poderes del proyector, y que ha visto cosas mucho más mágicas de las que el protagonista puede realizar.
La adaptación del cuento “Eisenheim El Ilusionista”, tiene en ese sentido el peligro de abandonarse en exceso al show del ‘más todavía’, y con vocación de sorprender hasta el final su trama puede volverse en un entretenimiento hueco de consumo rápido y escasa duración.
La cita a los productores de El Ilusionista como los responsables de Crash y Entre Copas no puede ser más engañosa. Más allá de traerse de vuelta como secundario al brillante Paul Giamatti (que curiosamente no contaba con el beneplácito de muchos financieros para desempeñar el papel hasta que Entre Copas comenzó a asombrar en taquilla) y de un relativo cuidado por no caer en algunos excesos, su currículum no guarda demasiada relación con el producto actual. A este se le puede reprochar su inevitable vocación por el fácil espectáculo, descompensaciones de casting a pesar de la talla de sus intérpretes (mención aparte, que sus protagonistas no se parezcan un mínimo en los saltos en el tiempo), y una infantil necesidad de explicar todo aquello que en el argumento podría confundir al público en una insultante desconfianza a su inteligencia.
Pero sí hay que reconocerle méritos al mantener la atención y especialmente en aspectos formales que dan a la película una personalidad mayor. A nivel de fotografía Burger apostó por el uso de ‘autochromes’, novedad relativa para un procedimiento fotográfico de los hermanos Lumier que consigue un aspecto de fotografía de principio de siglo y que se combina con un vestuario, maquillaje y transiciones de planos que demuestra el abismo insalvable que distancia a unas producciones de otras (particularmente de las españolas: siempre que por estos lares cuentan con medios logran un aspecto de baile de disfraces ya característico en nuestra cinematografía de época). Puede que estos sean sólo detalles técnicos, pero sirven para hacer más compacto un resultado que sin hacer historia obtiene una justa dignidad al cumplir con sus pretensiones.