Tercera adaptación llevada a cabo sobre la novela original de W. Somerset Maugham, tras las realizadas por Richard Boleslawki en 1934 -para lucimiento exclusivo de la gran Greta Garbo-, y por Ronald Neame en 1957 -titulada The Seventh Sin-, esta que llega a nuestros cines la lleva a cabo John Curran, premiado realizador de cine independiente que tiene en su haber la notable cinta Ya no somos dos (2004), que pasó por nuestras pantallas con más pena que gloria en su tardío estreno. La historia de una joven inglesa que se casa con un doctor que ejerce en China para escapar del yugo familiar, y que tras serle infiel con otro hombre en Shanghai se ve obligada a adentrarse en el país con su marido quien va a acabar con una epidemia de cólera, ofrecía al director nuevos puntos de interés para seguir ahondando en la problemática matrimonial y en las razones que causan su desestabilización de la sagrada unión.
Con aires a superproducción romántica en ambiente exótico, El velo pintado pronto deja entrever las maneras de un realizador curtido en empresas pequeñas, al que le gusta cuidar cada detalle de su puesta en escena al máximo, concediéndole una gran importancia al trabajo del elenco interpretativo en lugar de lucirlos como meras marionetas en un festival de color, colmado de imágenes de postal, de música para recordar y de un romanticismo propio de un anuncio de perfumes. Cualquier otro realizador egocéntrico se habría perdido tratando de dar de sí la historia de amor más grande jamás contada. John Curran posee una modestia y buenas maneras que dan con un producto solvente, convenientemente narrado, sin ínfulas impuestas por las leyes del mercado.
Una luminosa fotografía, una lograda reconstrucción histórica y una música hermosa, que acompaña a las imágenes sin imponerse, son los elementos que decoran mientras se habla de la regeneración de una mujer y su toma de conciencia sentimental, de lo difícil que resulta a veces dar el perdón cuando ha quedado herido el orgullo y, en definitiva, de las pequeñas cosas, los gestos que van poniendo a cada uno en su lugar para que llegado el momento oportuno sepamos qué nexos nos mantienen unidos.
Este viaje emocional está mostrado por Curran con delicadeza y de manera reposada, haciendo que su cámara vaya recogiendo esas pequeñas cosas en una coreografía suave y sin que cada elemento quede como calculado para lograr un determinado efecto.
A pesar de la brillantez ornamental de la historia, lo que diferencia a El velo pintado de productos similares es la verdad que desprenden sus personajes, acentuada por la mirada cercana, cariñosa, pero sin juicio alguno, que efectúa la cámara sobre ellos. Si todo el cine mainstream que llegara a nuestras pantallas fuese como El velo pintado se llevaría mucho mejor el del dominio cinematográfico al que nos someten desde el otro lado del Atlántico.