A pesar de sus más de 5.000 muertes diarias sólo por el virus del SIDA, el crecimiento demográfico de África se mueve en torno a los 200 millones de personas a la década. A principios de los 60, con 225 millones de habitantes (por los 1000 que se espera alcanzarán en la segunda década de este milenio) alguno de sus países dieron síntomas de un crecimiento económico tras su independencia, pero los problemas para abastecer a una población con la creencia ideológica de que la virilidad depende de la procreación en más de 6 hijos terminaron por torpedear toda opción de superación. Lejos de la fácil condena que los salvadores reivindicativos hacen contra sus propios países por no financiar con más ayudas económicas, el pasado año el exmandatario de un país africano imploraba que estas se interrumpieran dado que cada vez que se había destinado una cantidad económica a su continente, los frágiles intentos por consolidar sus democracias se venían abajo cuando minorías violentas buscaban el poder de forma prioritaria para hacerse con la gestión de esas fuentes de ingreso.
Con un escenario de estas características, no es de extrañar que cualquiera de los recursos con que África ha contado se hayan convertido en un arma de doble filo que por ambos lados mutilaba a sus habitantes. No se trata de que la influencia del mundo desarrollado no haya sido negativa, pues la falta de suficiente impulso por ayudar a solventar sus problemas de raíz y los intereses en la explotación de sus materias primas que generaran una riqueza terriblemente mal repartida y untada en sangre, han sido elementos determinantes contemplados entre el desdén y la cómoda distancia, limitándose a atender a sus efectos cuando una población desbordada llegaba a sus países.
Si el cine puede ser uno de los vehículos de comunicación y reflexión más efectivos, y las ocasiones en que ha puesto sus ojos en el continente son más bien escasas, unas veces con ridícula inmadurez, otras sin el suficiente presupuesto, mientras una y otra y otra vez se retrataban otros conflictos pasados sobreexplotados, lo positivo de Diamante de Sangre es poner sus ojos con una producción de nivel y repercusión para alumbrar la permanente desgracia en que vive un continente repleto de rincones infernales. Porque puede que hasta la fecha hayan lucido más los sanguinarios nazi y sus torturas sobradamente diseccionadas, pero la mayor necesidad de supervivencia y el menor control mediático de quienes viven en condiciones primitivas manejando armamento de gran potencial destructivo, convierte a África en aquello que ingenuos religiosos del pasado pretendían imaginar para asustar a los fieles describiendo las maldades del infierno.
El guión de Charles Leavitt, cuya obra más conocida hasta la fecha fue la intrigante e irresoluta K-Pax en que Kevin Spacey ejercía de supuesto marciano ante el asombro de Jeff Briges, crea una radiografía con ambiciones de recoger todos los males por lo que en ocasiones parece limitarse a cumplir trámites ante la corrección en la dirección de Edward Zwick (El último Samurai). Saben ser crudos con el salvajismo, enérgicos con las persecuciones, y se valen de la mano cómplice del director de fotografía Eduardo Serra (doble nominación al Óscar en su currículum) como instrumento para aportar nitidez al enfocar a una tierra saqueada y abonada con el constante flujo de sangre.
La trama logra su objetivo de dar una visión global de lo pretendido, y allí el destino de sus personajes se articula con previsibilidad e innecesario subrayado. Llegado el punto cuesta echar el cierre y se ofusca entre desenlaces en el tramo final cuando cada minuto pesa y los cabos se encuentran suficientemente atados. Puede explicarse por el pasado como productor de Zwick y demás colegas implicados, quienes debían desconfiar de la capacidad del público a la hora de apreciar su voluntariosa ambición de aportar mensaje y salvar al mundo.
Diamante de Sangre expone en todo caso con diligente habilidad la ridícula obsesión humana con determinados símbolos, particularmente llamativo cuando se centra en un diamante como medidor del amor aún forjado en el odio. No será la película más hábil al esquivar tópicos ni podrá evitar el empeño inocente en remarcar ideas hasta la extenuación, pero al menos el giro de temática nos recuerda otras víctimas y le quita algo de inmerecido brillo a algunas de nuestras joyas.