La primera película del director de “Last Days” tiene interés sin necesidad de encorsetarla en unos parámetros autorales reconocidos a posteriori
Habiéndose convertido el director estadounidense Gus Van Sant en uno de los nombres fundamentales de la vanguardia cinematográfica contemporánea gracias a films como Elephant (2003) o Last Days (2005), resulta muy oportuno el estreno en España de su primera película, Mala Noche (1985), realizada cuando sólo tenía veintitrés años y producida por él mismo con apenas 25.000 dólares.
Sin embargo, aunque el acontecimiento parezca obligar a desarrollar uno de esos complejos argumentos (a los que tan dados somos los críticos) que ligue creativamente, en sentido cronológico directo o inverso, Mala Noche y el resto de la filmografía de Van Sant, con el fin de cribar “motivos” y “constantes” en su obra y de paso quedar como los más listos de la clase, nos vamos a abstener. Eso no significa que en Mala Noche no se reconozcan, por ejemplo, elementos que aparecerán una y otra vez en títulos posteriores del autor (entre los más superficiales, sus célebres planos acelerados de nubes). Pero si Van Sant hubiese muerto después de rodar su ópera prima, ésta hubiera debido bastarse a sí misma como obra de arte. Y es lo justo. Si escribiésemos de ella que se trató de un borrador o una tentativa estaríamos escurriendo el bulto en lo que se refiere a calibrar su auténtico valor…
Un valor discutible en lo que toca a su veta dramática, pues Van Sant articula una novela autobiográfica de Walt Curtis, centrada en la historia de amor no correspondido entre un dependiente gay de Portland (interpretado en pantalla por Tim Streeter) y un inmigrante mejicano (Doug Cooeyate), como una suerte de educación sentimental tan solipsista e irritante como poco original. Otra cosa, afortunadamente, son los aspectos visuales.
Lo primero que salta a la vista son los toscos trabajos de montaje, sonorización y fotografía en blanco y negro, que otorgan a la imagen cualidades contradictorias. Por una parte, el desprecio por la narrativa clásica y la ubicación en escenarios urbanos nada edulcorados nos remiten al urgente naturalismo de John Cassavetes. Por otra, la lucha de blancos y negros en los planos es a veces tan extrema que estos devienen puntual y despreocupadamente expresionistas y hasta abstractos, en sintonía con las proclamas radicales del New American Cinema expresadas por Stan Brakhage en su artículo de 1963 “Metaphors on Vision”.
Hallándonos en 1985, estas referencias se ven complementadas por figuras de estilo relativistas —insertos en colores, brevísimos flash-backs, homenajes cinéfilos como los dedicados a El Tercer Hombre (Carol Reed, 1949) o a Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), música popular—, así como por un tratamiento desinhibido de la homosexualidad; aunque ya se aprecie en Van Sant una pulsión fetichista por los rostros de hombres jóvenes combinada lúgubremente con las presencias ineludibles de la soledad y la muerte.
Con lo descrito, el lector habrá percibido que Mala Noche no es para todos los públicos; que no se ciñe a etiquetas genéricas ni admite comentarios del tipo “es entretenida” o “no me gustó el final”. Se trata de una película recomendable sobre todo para quien esté interesado en las producciones alternativas surgidas en aquella extraña década que fueron los ochenta para el cine norteamericano. Unos años dominados por el patrioterismo, la reacción, la secuelitis y el infantilismo, pero en los que subrepticiamente Jim Jarmusch, John Sayles, Spike Lee, los hermanos Coen o Van Sant plantaron las semillas que una década después germinarían en el prestigiado cine indie del que hoy sufrimos la pudrición. Es hora de reconocer, más allá de su condición de pioneras, los méritos intrínsecos de Mala Noche y otras muchas películas que sí pueden ostentar con orgullo el estandarte de independientes que ahora se aplica alegremente a Traffic o Crash.