Cuenta la leyenda que en el pequeño pueblo de Darkness Falls habitaba una amable anciana muy querida por los niños.
Conocida por su bondad, había establecido la costumbre de intercambiar una moneda por cada diente de leche que perdían los infantes, hasta que un día, víctima de un incendio su rostro quedó desfigurado, y ella obligada a permanecer recluida oculta tras una máscara de cera.
Parecía que ese iba a ser el fin de 'el hada de los dientes', pero el destino aún le guardaba una última broma macabra. Dos niños desaparecieron, y el pueblo, que había pasado a verla como una huraña siniestra, no dudó en culparla y ajusticiarla, descubriendo su rostro en el último momento, llevándola a formular sonora maldición para perseguirles el resto de sus días: al caer el último de los dientes de leche de cada pequeño, ella iba a ser testigo, y quién osase mirarle a la cara, sería víctima de su venganza.
Hasta aquí, la dignidad de un relato de miedo. Una historia que intercambia repentinamente bondad e inocencia por maldad tenebrosa, el juego con una creencia popular en el tema dental para todos aquellos que se plantearon el lado desagradable de tener a alguien robando un diente caído mientras uno sueña desvalido, y todo acompañado de una figura de rostro difícil de mirar con modus operandi propio: recluída en vida en la oscuridad, la luz es su principal enemigo.
Y de vuelta al más primario miedo, el que se siente buscando inútil protección en una frágil sábana agarrado a una linterna, sólo queda ver a donde se lleva todo esto, qué se hace de este planteamiento. Pues bien, se hace una parodia, una burla no intencionada con el propósito de tratar de salvar emociones a base de planos cercanos, acústicas y giros de cámara en que con poca gracia la anciana errante acaba convertida en una bruja de feria, en un ente al que le falta agitar una escoba en el aire y explotar globos de colores, un monstruito lamentable de la industria más desorientada que sólo puede explicarse por la falta de un tipo cocinando ideas. Claro que aquí eran tres los llamados guionistas, posiblemente estableciendo frases en reuniones de bar, saturados de cerveza y asustándose a sí mismos bajo sensaciones alcohólicas. Porque la forma de presentar las escenas y su grado de simplismo no tiene nombre, es de un infantil armado de tópicos simples y mal pegados que fuerza a la interpretación para ver algo de coherencia, porque todo sucede para que suceda algo, porque aún así, a los 75 minutos de circo esquizoide, esto se ha acabado. Y sí, la anciana se ha frito, un par de veces porque la primera no ha impactado, y la segunda viene con el propósito de rematar, para traernos unas risas, una amarga conclusión de que hay quien respeta poco al género, y de que todos deberíamos maldecirle para alejarlo de las cámaras eternamente.