No deja margen más que para un decurso lógico, previsible y formalmente correcto que se guía por un mecánico guión.
En ocasiones la historia de una película es más interesante que la propia película. La forma en que se mueven los hilos a espaldas del espectador, en que los productores ejercen de temibles tramoyistas condicionando, torpedeando e impregnando de estulticia el metraje para frustración de los autores, supone un espectáculo propio bajo el abrigo de la obsesión por interpretar qué puede o no gustar a la audiencia (y demostrando demasiadas veces cómo sus dotes de visionario son terriblemente torpes). En el extremo opuesto, aquellos autores con sobredosis de originalidad que se pasaron de delirantes y necesitaban ser encauzados, evidenciando que un buen equilibrio entre talento y el sentido común de un productor puede dar con la fórmula adecuada y que muchas de las quejas a las trabas a su creatividad son infundadas.
Luego están los casos que desafían toda lógica. La obra que pasa por encima de todo aquel que trata de moldearla y que sin embargo acaba siendo tan rotundamente excepcional que poco importa cuántos directores estuvieron en ella y cuántos fueron devorados por su vorágine. Pero Lo que el viento se llevó sólo haya una.
Todo esto viene a cuenta de la situación que rodea a La Invasión, la del director reemplazado de modo humillante cuando los productores se sienten traicionados por el resultado. Algo que por otro lado no es nuevo, lo vimos en El exorcista: el comienzo, donde entre giros de timón el barco se estrelló en la costa de las peores cintas del año, dando con una de las más vergonzosas, incoherentes y ridículas muestras de cine que debía haber llevado a alguno, a varios o directamente a todos sus responsables al purgatorio de los incompetentes redomados.
Es por ello que a pesar del sugerente trailer, de su reparto, de los nombres implicados en su realización y su sucesión, La Invasión planteaba demasiados interrogantes. Anunciaba batacazo de los grandes.
Y es por ello que pasando por encima de estos juicios, el resultado no es tan caótico ni deleznable como el antes mencionado. La propia historia de su producción permite interpretar en alguna escena el exceso de diálogos de la primera versión que causó estupor a los productores al ver la irrelevancia y lo forzado de alguno de sus discursos (al menos eso se le reprochaba a Oliver Hirschbiegel, al que poco respetaron su Óscar por El Hundimiento). También se aprecia cómo inserciones de aceleradas secuencias alterando el tiempo buscan inyectar ritmo a cualquier precio como parte de esa obsesión de rehacer su aspecto y que el público palomitero, auténtico bastión financiero del cine actual, no se duerma cuando se le agote el avituallamiento.
Recordando la adaptación clásica de la historia de La invasión de los Ladrones de cuerpos, esta construía con simplicidad y superficialidad precaria una sensación de desconfianza hacia el entorno, hacia nuestros propios vecinos y allegados y hacia lo que estos esconden, formando una emoción capaz de calarnos con facilidad. Toda la construcción ideológica que se desprendía de ella era una elaboración puramente interpretativa de la que Don Siegel era mero testigo decorativo: los críticos fueron más ideólogos que sus autores.
Aquí ese sustrato se mantiene en un acelerado planteamiento donde apenas cabe el espacio para ver la normalidad previa a la invasión. La infección avanza contrarreloj y no deja margen más que para un decurso lógico, previsible y formalmente correcto que se guía por un mecánico guión.
La reflexión en esta ocasión es plana y contundente a la hora de ser lanzada, sin ambages ni sutileza alguna, aparentando recoger el mensaje que algunos vieron en aquella versión en blanco y negro para hacerlo obvio: la victoria sobre el enemigo invasor es incierta para quienes crean que anulados como seres humanos podríamos vivir en un lugar mejor. Una visión aproximable a los radicalismos comunistas y su fijación por confundirse con la idea de igualdad extrema que sólo puede lograrse anulando aquello que destaca y nos individualiza, o, en la ideología opuesta, por el amansamiento riguroso de los totalitarismos fascistas. En ambos casos por el premio de una forma de vida que hace todo más fácil, más armonioso pero sobre todo, más muerto.
Quizá por simpatía hacia la ficción, por las bajas previsiones que imponía la historia tras la cámara a la que hacíamos referencia y que contrastan con su equilibrada corrección, o quizá por la carencia de abusos en la acción eludiendo excesos circenses, esta llega a resultar refrescante y es difícil juzgarla con la severidad e inquina con la que muchos se han lanzado a su cuello. Cuenta además con la más bella y talentosa de las actrices que por más que obcecada en la primera de esas dos cualidades para acabar siendo un ser irreal de tez cerea, un cuasi dibujo infográfico, aporta su presencia dramática que puede explotar con su simple contención y un par de miradas ya clásicas del cine.