Sigue teniendo un papel prioritario su apertura de miras, la huida del necio maniqueísmo .
Dicen a propósito de un conocido productor, que descarta cualquier guión que no contenga contundentes explosiones en las primeras páginas. Sam Fuller, por su parte, afirmaba que al espectador había que cogerle “por las pelotas” al inicio de la película, y a partir de ahí no soltar hasta el final. Hasta el mundo del guión de videojuego últimamente se ha preocupado de teorizar sobre el impacto inicial como recurso fundamental para atrapar a la audiencia, estableciendo incluso cuántos minutos puede regalar de atención un buen comienzo, y a partir de qué minuto se necesita un nuevo impacto con que volver a acaparar atención.
La importancia de la cuestión se extiende al reciente éxito de las series televisivas americanas, que han aplicado mucho de fórmula a sus episodios para saber en qué momento han de sacarse un conejo de la chistera para que la audiencia necesite más y acabe dependiendo de la parrilla televisiva para una nueva dosis de entretenimiento. La necesidad de varios guionistas expeliendo ideas, los productores visionarios que las vayan clasificando y los estudios de mercado se han combinado para que el pulso atrape en sus redes a los rebeldes espectadores.
La trayectoria de Paul Haggis le avala como alguien que está curtido en todos los frentes. Alguien que cargará siempre con la paradoja de ser uno de los autores que ofrecen dignidad a esa posición a pesar de haber comenzado sus labores en productos tan rancios y funcionales como Texas Ranger. Pero posiblemente de esa mezcla haya sacado algo de entendimiento del sector y le haya permitido enfocar una parte de su habilidad a no descuidar ningún aspecto.
No obstante, el Haggis que se entregó por supervivencia a los agotadores delirios del unineuronal mercado que seguía a Chuck Norris, está muy alejado del que ha llegado a asentarse en En el Valle de Elah. Sus múltiples colaboraciones que van desde la saga de Bond al remake de El Último Beso le sirven para cubrir el expediente con su cuenta corriente. En lo que se refiere a sus propias películas, Haggis sólo está interesado en la autoría, en transmitir su mensaje, en mostrarlo sin atender a lo que imponga la crematística.
Es por ello que En el Valle de Elah, huyendo del supuesto efectismo del que le acusaba el lobby gay en una innecesaria batalla con Brokeback mountain (también le echaron en cara hacer uso de una narrativa con Vidas Cruzadas, como si Brokeback estuviera inventando el cine) inicia su relato con una suave tristeza, y la expande por el metraje para que hasta su final esta tenga tanto de aspecto formal como de parte importante de lo transmitido.
Sigue teniendo un papel prioritario su apertura de miras, la huida del necio maniqueísmo al que se rinden los militantes de verdades demasiado rotundas para ser ciertas, y que en la búsqueda de fáciles enemigos encuentran dignidad en un belicismo sonrojante que muchas veces viene transmitido por rabiosos pacifistas.
Aquí, por mucho que militares dogmáticos hayan creído ver una crítica al ejercito, por mucho que cuadriculados patriotas vean un despercio a su propio país, lo que late en el fondo del Valle de Elah es una preocupación honesta libre de las nuevas xenofobias que algunos han desarrollado de la única forma que saben, tirando por la vía simplista y la de seguir el único camino que puede llegar a conocer la trashumancia.
Con todo esto, el relato de un militar retirado que interrumpe su sencilla vida para buscar a su hijo y posteriormente remover cielo y tierra investigando su salvaje homicidio, prepara una reflexión a dos bandas: la del efecto aniquilador que tiene sobre los peones de la guerra y cómo les vacía el alma contemplar directamente la luz del infierno; la de un padre que en su simbólica función de militar que creía que el frente era lo mejor para su hijo, evoluciona en la forma de ver el amor a su bandera y entiende la complejidad a la hora de asignar verdaderos culpables.
Esta exposición el espectador puede recibirla como un simple drama convencional sin excesivas aportaciones, tan lúcido como le permite la evidencia de los hechos. Pero eso sería simplificar a Haggis y su labor que tanto ha mostrado en la habilidad para ir presentando los hechos, como en la sutileza con que ha ido estableciendo el mencionado mensaje, de forma que no todo aparece de manera directa, y nada ha sido abandonado al azar. Aquí no hay un rescate entre las llamas emotivo como el orquestado en Crash, pero sí hay breves escenas con su propio valor, como un Tomy Lee Jones que cuando ha entendido los riesgos de construir héroes a golpes, mira de reojo a un soldado de aspecto adolescente y por formar ocupando la habitación que pertenecía a su hijo. El propio relato de David y Goliat y su batalla escenificada en el Valle de Elah parece que nos va a emocionar con algún tipo de discurso revelador, cuando su significado aparecerá por si solo suavemente en su desenlace y para quienes quieran preguntarse por él.
Sabemos que hay ojos que cambian su mirada tras contemplar el infierno. Quizá sea ingenuo, pero siempre es positivo creer que otros pueden hacer lo mismo al atender a obras como las que firma Paul Haggis.