¿Cómo no sentir una admiración incondicional por personas tan empeñadas en ennoblecer el oficio de hacer películas?
Sólo hay dos aspectos que separan a WALL·E, la nueva superproducción animada de la grandiosa Pixar, de ser una obra maestra absoluta.
El primero incumbe al desarrollo de la historia durante su primer tercio, que pueblan básicamente quien da título al film, un robot que ha desarrollado algo parecido a emociones tras setecientos años recogiendo basura en una Tierra devastada por nuestra explotación abusiva de la naturaleza, y Eva, otra robot enviada por los humanos exiliados en los confines del sistema solar para comprobar si ya se dan las condiciones de habitabilidad que permitan repoblar el planeta. Hay algo de esquemático, de precocinado y sentimental en el naciente romance entre ambas almas de metal. Aunque, a cambio, resulte magistral que su relación florezca prácticamente sin hablar, y en todo caso los acontecimientos tomen después un rumbo que otorga una enorme poesía retrospectiva a esos minutos iniciales.
El segundo está relacionado con un hecho de un dramatismo devastador que, desgraciadamente, el director y coguionista Andrew Stanton (Bichos, Buscando a Nemo) no se atreve a llevar hasta sus últimas consecuencias. De haber sido coherente con lo que él mismo plantea en determinado momento, WALL·E habría sido la primera película estadounidense de animación en muchos años que rompiese la barrera entre lo infantil y lo adulto, gracias a un lúcido discurso sobre las alegrías y los riesgos de la educación sentimental, tanto da si en personas o en máquinas. Pero se opta por salir del paso con un truco optimista, iluso, un tanto decepcionante.
Ahora bien, hay muchos, muchísimos puntos a favor de la película: su extraordinario trabajo de ambientación, color y atmósferas, especialmente en el intranquilizador retrato de nuestro planeta, desierto y anegado en desperdicios. La gracia en el diseño de los personajes, su expresividad y sus movimientos, con mención especial para un robotito obsesionado con la limpieza y una cucaracha que dan ganas de adoptar. El excepcional trabajo de música y sonido, fundamental para el éxito de un film en el que, como ya hemos comentado, hay largos periodos sin diálogos. Los soberbios gags cómicos, a veces en mitad de una secuencia de acción desaforada…
Lo más interesante es que, como es habitual en John Lasseter y sus asociados, WALL·E se toma a sí misma en serio, y no como una excusa para hacer taquilla con los menores de edad; por algo, como bien han señalado Óscar Pablos y Tomás Fernández Valentí, “los demás hacen animación, Pixar hace películas”. Y es que, como cine de ciencia-ficción, WALL·E no sólo toma prestados numerosos referentes de manera creativa (en especial 2001: Una Odisea del Espacio), sino que además los destila en una reflexión propia con matices sociopolíticos de alcance que no desmerece frente a títulos señeros del género. No por casualidad, la visión que se brinda de ciertas problemáticas ha disgustado a los sectores más reaccionarios y conformistas de allende el Atlántico, al abogar por una filosofía existencial que no limite al ser humano a la supervivencia sino a la vida plena, con lo que ello supone en términos de lucha y riesgo por cambiar las cosas.
De la maravillosa ambición creativa de Pixar dan fe unos títulos de crédito finales que, a cuenta de una nueva oportunidad para nuestra especie, van recorriendo la historia del arte. ¿Cómo no sentir una admiración incondicional por personas tan empeñadas en ennoblecer el oficio de hacer películas? Con todos sus defectos, WALL·E vuelve a constituirse en una cita obligada para los cinéfilos con un mínimo criterio. Además, su proyección incluye la de un corto previo, Presto, asimismo magnífico.