¿Cuántas películas de ciencia ficción se realizaron durante la pasada década?; cientos, probablemente, pero son pocas las que traten el mañana más próximo sin estridencias ni forzados extraterrestres, con la bella y sensible frialdad con la que fluyen las imágenes en “Gattaca”.
Allí, en un futuro cercano y supuestamente mejor a base de limpieza genética –un ambiente similar al que describía el visionario Huxley en “Un Mundo Perfecto”- un chico ansía salir del planeta y con su traje de astronauta poder tocar las estrellas; algo vetado para un imperfecto como él, ya que sus padres –unos hippies post-modernos- renunciaron conscientemente a la dominante ciencia genética para optar por tener un hijo “normal”, con sus más que probables taras físicas.
La romántica estrategia de este cero a la izquierda para engañar a todo su entorno hasta conseguir otra identidad y llegar a tocar su propio sueño estelar, fue el debut en la dirección de Andrew Niccol -guionista de “El Show de Truman”-, respaldado por un gran plantel actoral –vale la pena ojear la impresionista lista de arriba, incluído el novelista Gore Vidal y el entrañable clásico Ernest Borgine- y banda sonora del compositor de sensibles “rifts” Michael Nymann.
El mundo futuro de “Gattaca” es el soñado por la inocente estética americana en los cincuenta, aquel en el que los astronautas iban en traje cruzado a la Marte y Frank Lloyd Wright construía los edificios de oficinas; allí, entre relucientes e igualitarios uniformes, nace un bello cuento futurista, de románticos humanos contra tecnología, que está hecho –como decía Bogart- con el material con el que se hacen los sueños, aquellos que hacen a las cosas indestructibles.