Steven Soderbergh podría haber engolado la voz para sacar réditos de la mitomanía progresista en torno al Che, pero ha preferido arriesgar con un acercamiento a su figura abstracto, intrigante
Sería suicida emitir una opinión tajante sobre lo que no es sino la mitad de una película de metraje superior a las cuatro horas, que solo en el marco del pasado Festival de Cannes (donde se exhibió íntegra) y de la futura edición en DVD podría ser enjuiciada con total conocimiento de causa.
Por otra parte, el director Steven Soderbergh ha dejado claro que la división en dos partes de esta aproximación biográfica al revolucionario Ernesto ‘Che’ Guevara (1928-1967) que protagoniza Benicio del Toro no supone un grave desdoro en lo relativo a la cohesión de la película. Pues mientras la primera entrega ahora estrenada se centra en el triunfo de la revolución cubana que llevó al poder en 1959 a Fidel Castro, la segunda contará una campaña posterior y de suerte fatal para el Che, la boliviana.
Comentábamos a propósito de otro film reciente de Soderbergh, El Buen Alemán, que al realizador norteamericano parecían sobrarle las emociones; que sus intereses, tanto da si en Erin Brockovich, la saga Ocean’s y otros productos comerciales o en títulos de más riesgo como Sexo, mentiras y cintas de Vídeo y Bubble, parecen estar más relacionados con la ontología de la imagen y sus valores contextuales. Pero si esa mirada desapasionada ha perjudicado a varias de sus ficciones —la ficción respira gracias a las inflexiones, no a la métrica— se revela curiosamente acertada en una propuesta apegada a los hechos reales como El Argentino.
La película, como es habitual en Soderbergh, ostenta una estructura narrativa compleja y enriquecedora: la voz en off de Benicio del Toro dando vida a los textos del Che; la alternancia de imágenes recreadas y documentales, así como en color y B/N; y el solapamiento de al menos tres épocas diferentes en las actividades de Guevara entre 1955 y 1964, aspiran a ofrecer un retrato del guerrillero comprensible, ambicioso pero en ningún caso abrumador.
En ello influye la ausencia señalada de énfasis épico y dramático. Una apuesta que si en principio genera la sensación de hallarnos ante un relato didáctico o un producto televisivo, poco a poco va demostrando la honestidad del cineasta respecto de su objeto de estudio. Al fin y al cabo, Soderbergh ha afirmado que su acercamiento al Che lo debe todo a la curiosidad y el respeto, que no está de acuerdo con las doctrinas marxistas de su biografiado, y que deseaba probarse a sí mismo “cómo hacer algo muy raro, algo en torno a una persona que ha existido y de la que se guardan una pléyade de testimonios”.
¿Son imaginables más diferencias que las existentes entre un luchador fusil en mano por la libertad del campesinado analfabeto y un niño bien amigo de George Clooney y Julia Roberts? Soderbergh podría haber engolado la voz, haber simulado entusiasmo para subirse al carro de la mitificación del Che, como hacen tantos progresistas (que deberían recordar lo que dijo Guevara, “la revolución es algo a llevar en el alma, no en la boca para vivir a su costa”), y sacar réditos interesados de ello. En cambio, ha primado un acercamiento contemplativo, abstracto, en no pocos momentos misterioso. Como lo es toda vida, incluyendo la propia, por mucho que creamos conocerla perfectamente. A estas alturas, hablando de un icono como el Che, quizás haya sido lo más inteligente, una manera de resetear una figura desgastada por el uso y el abuso.
La precisa realización, la bellísima fotografía (firmada como siempre bajo pseudónimo por el mismo Soderbergh), la sutil música de Alberto Iglesias y la magnética presencia de Benicio del Toro conforman un modelo de cine biográfico que, a la espera de su continuación, se perfila rupturista y de lo más interesante que ha firmado su autor.