Clases magistrales en educación sentimental

Actualmente, siempre que se habla de cine “imprescindible”, “necesario”, “comprometido”, es a propósito de títulos arraigados en lo social o abstraídos en la experimentación formal. Nadie parece estimar necesario en cambio un cine que nos hable con inteligencia, aspirando a desbrozar nuestra educación sentimental de imposturas y simplezas, acerca de las contradicciones de nuestra condición, acerca del amor o la muerte; esas minucias, en fin, por las que toda persona que se precie de tal debería preguntarse de vez en cuando. Aunque, a la vista de lo que se estrena, es evidente que a muchos les basta con procurarse sensaciones autocomplacientes en las salas de v.o.s. o emociones fuertes en los multicines de turno.

No es de extrañar por tanto que Woody Allen haya acabado en tierra de nadie, ajeno a un país natal más interesado por su vida privada que por su obra, y preso del mecenazgo de unas administraciones públicas europeas que buscan ante todo ponerse medallas a costa del artista vagabundo. Se da así la circunstancia ridícula de que no habiendo sido popular en España hasta que empezó a estrenar sus peores películas, Allen se ha convertido en una especie de mascota para un país que nunca ha hecho esfuerzo ninguno por comprender las exigencias de la cultura y la creación, y que sigue sin comprenderlas en el caso del neoyorquino. Al respecto, no deberían olvidarse sus siguientes declaraciones, que honestamente lo dicen todo sobre sus inquietudes, nada ligadas a la tortilla de patatas, la sardana o el premio Príncipe de Asturias: “Siento apego especial por Barcelona. Pero si me hubiesen ofrecido dinero en Roma, Venecia o Estocolmo habría ido allí”.

Tampoco puede negarse que Allen ha contribuido a su ordalía artística, financiera y personal: entre Misterioso Asesinato en Manhattan (1993) y Todo lo Demás (2003) hay un trecho de diez años laminado por cintas con un nivel muy inferior al que nos tiene acostumbrados. Afortunadamente, sus últimos trabajos —aun contando el tropezón de Scoop— están permitiéndonos recuperar la fe en él y, lo más importante, descubrir a un autor que se siente libre para exprimir la escritura y la realización como le apetece, sin sentirse obligado como en anteriores fases de su carrera a adoptar la pose de gran cineasta.

Así sucede en Vicky Cristina Barcelona, comedia dramática centrada en dos norteamericanas (interpretadas por Rebecca Hall y Scarlett Johansson) que durante un verano en España se encaprichan de un pintor (Javier Bardem) aún enamorado de su ex (Penélope Cruz). La película no sólo sabe ser graciosa, ágil e intrigante en el desarrollo de las cuitas sentimentales que aquejan a los protagonistas; es que para lograr esa fluidez narrativa, a Allen no le importa recurrir a lo literal, lo explícito, la voz en off, a un montaje brusco y más de un truco sucio como guionista.

Posiblemente tales estrategias, ya patentes en Cassandra's Dream, sean muy poco sutiles en comparación por ejemplo con el cine de Eric Rohmer (clara referencia, consciente o no, de Vicky Cristina Barcelona). En el cine del francés, las deducciones morales a extraer por el espectador a partir de lo que dicen y hacen sus personajes han de procesarse de modo mucho más elaborado. Pero, por otra parte, la desfachatez de Allen resulta desarmante, sobre todo al emerger a la postre de su dejadez un discurso demoledor sobre las pasiones que nos haga dudar muy mucho de que la confección de todo lo visto hasta entonces fuese tan apresurada.

Porque no faltará sin duda quien, por arrimar el ascua a su sardina, endose a Vicky Cristina Barcelona un espíritu festivo, joie de vivre y otras cuantas cualidades frívolas, confundiendo la ligereza de quien no tiene nada que demostrar con lo superficial. Pero la película ofrece una visión sobre las miserias y servidumbres del carácter de cada cual, el egoísmo latente en nuestras necesidades afectivas y la imposibilidad de conjugar el amor en futuro perfecto que, si alguna alegría nos depara, es la de haber calado mejor en la naturaleza humana gracias al talento de un señor que confirma, él sí, lo comprometido, necesario e imprescindible que puede llegar a ser el cine en nuestras vidas.