El problema de la película no es que atente contra dogmas políticamente correctos, sino contra normas básicas de los géneros a que se adscribe
Es sorprendente, meritorio, casi admirable, que Giuseppe Tornatore haya decidido someter la historia tan cruda y actual que narra La Desconocida a una codificación genérica clásica, incluso trasnochada. En manos de su compatriota Gianni Amelio, del británico Ken Loach, de los belgas Luc y Jean-Pierre Dardenne o de nuestro Fernando León de Aranoa, la odisea de Irena (Ksenia Rappoport), una inmigrante ucraniana en Italia que sigue el rastro de uno de los hijos que le arrebató su chulo cuando ejercía como prostituta, hubiera dado lugar a una crónica plagada de todos los tics formales que han terminado por convertir esa convención llamada “realismo cinematográfico” en una autoparodia.
Tornatore ha preferido hacer de su película un melodrama de suspense en el que resuenan las huellas de cineastas como Alfred Hitchcock y John M. Stahl y en el que, por tanto, tiene una gran importancia la concreción formal de emociones primarias mediante un minucioso trabajo de guión, cámara y montaje. Habrá talibanes a quienes les parezca obsceno el empleo de la emigración, la prostitución, la venta ilegal de niños y otros “dramas humanos” como soportes de una ficción que ha primado sobre todo, en palabras de su director, “la intriga, sin moralejas ni grandes discursos”, y que se atreve incluso a cuestionar la condición victimista de su personaje principal: “Mi objetivo es que el espectador tenga sentimientos contradictorios sobre Irena, que dude entre aceptarla y condenarla hasta el último fotograma”.
A nosotros nos parece en cambio que, siempre que por el camino no se desnaturalicen, ciertos temas tienen más posibilidades de acceder a la palestra social en toda su complejidad adscribiéndolos a fórmulas que al espectador le son familiares y le pueden hacer más receptivo, que ciñéndolos a un ghetto creativo e ideológico en el que se marchitan realizadores subvencionados, festivales subvencionados y publicaciones, vaya, subvencionadas.
Otra cosa es la efectividad de la película que nos ocupa en los registros de melodrama y thriller ya citados, de cuyas normas no escritas abusa Tornatore. Siguiendo la estela de títulos suyos previos como Cinema Paradiso (1988), Pura Formalidad (1994) o La Leyenda del Pianista en el Océano (1998), La Desconocida arrasa con cualquier atisbo de coherencia o verosimilitud con tal de estremecer al espectador o arrancarle una lágrima. El metraje no da tregua, nos mantiene en vilo y logra formarnos un nudo en la garganta en más de una ocasión; pero a costa de terminar contemplando lo que sucede como si fuera un cómic vistoso, a veces irritante en sus excesos audiovisuales —esos flashbacks frenéticos, esa desquiciada banda sonora de Ennio Morricone— pero nunca con más grosor trágico que el de una hoja de papel.
Insistamos: el problema no es que La Desconocida atente contra los dogmas políticamente correctos relativos a la representación audiovisual de algunos asuntos. Sino que lo haga sin atención por los detalles ni sutilidad en la ejecución, a plena luz del día y dejando un reguero de huellas ensangrentadas que no conducen a ninguna parte. Por desgracia, finalmente Tornatore ha sido únicamente fiel a su propia concepción del cine, efectista y superficial.