A pesar de su infinita tristeza, contiene belleza e inteligencia por los cuatro costados.
De un efecto demoledor, sin titubeos, apabullante, así actúa la tercera película de Javier Fresser Camino en la retina del espectador, un absorbente viaje emocional que ataca sin tregua a las entrañas de una audiencia atónita durante dos horas y media de metraje.
La manera de enfrentarse a una producción tan alejada de las primeras incursiones de Fresser en la dirección como son las alocadas El milagro de P. Tinto o las aventuras de Mortadelo y Filemón, nos hace plantearnos un cambio radical a la hora de tomar asiento en la butaca, aunque el poso surrealista de sus anteriores propuestas siga impregnando esta contundente historia que ha levantado ampollas en ciertos círculos afines a la Iglesia Católica. Inspirada en hechos reales, Camino gira entorno a la vida de una niña de once años(impresionante labor de Nerea Camacho) a la que detectan un terrible cáncer óseo. Educada en el férreo ideario del Opus Dei, la cinta afrontará su tragedia abriéndose paso a través de un mundo en el que los sueños jugarán un papel primordial.
El proyecto nació cuando el director descubrió el relato de Alexia González-Barrios que se encuentra en estos momentos en proceso de beatificación. Desde ese instante, Fresser dedicó largo tiempo a una concienzuda labor de documentación en la que “la obra” es sometida a una compleja disección por parte del cineasta. A través del intenso relato, el realizador logra personificar posturas muy dispares frente al desamparo producido por una enfermedad tan aterradora en una persona tan joven. Así, la luz que desprende el personaje se ve ensombrecida por la omnipresente presencia de la madre (aquí Carmen Elias pone toda la carne en el asador) cuyo sobrado amor por su hija no le impide adoptar comportamientos incomprensibles. Por no hablar de la hermana interpretada por Manuela Vellés (Caótica Ana), cuyas gélidas respuestas ante el sufrimiento de la familia demuestran hasta donde puede llegar el adoctrinamiento basado en sacrificar la vida al punto de anularla como persona.
El resto, el lector ya se lo puede imaginar: dolor, dolor y más dolor. Dolor en la sala de operaciones, dolor ante la desesperación de un padre que no comulga con la idea del sacrificio extremo... en resumen, dolor por la incomprensión ante un supuesto agradecimiento por la muerte.
No es fácil enfrentarse a esta reveladora experiencia cinematográfica sin un pañuelo al lado. Pero Camino, a pesar de su infinita tristeza, contiene belleza e inteligencia por los cuatro costados, unas interpretaciones de excepción y lo más significativo: ya no puedes desprenderte de los ojos de la pequeña gran actriz Nerea Camacho.