Almodóvar se quiere. Es algo bonito. La autoestima, ese ego razonablemente alimentado en éxito cada vez más evidente en el manchego oscarizado.
Su degeneración, no obstante, le lleva a un narcisismo bajo el cual nunca llegará a ser ni la sombra de sí mismo. Porque su carrera podrá engrandecerse o desinflarse, pero difícilmente alguna vez se podrán valorar sus méritos cinéfilos sin tener en cuenta lo que aportó de transgresión y revolución desacomplejada.
Poco importa que bajo esa aura de diva, quien representa a una importante facción de nuestro cine (divisible en vodevil, drama obrero/familiar, y “cine Almodóvar”) y siempre se queja de los excesos americanos a favor del orgullo patrio, se haya terminado de envanecer hasta el aturdimiento al recibir sus premios. E incluso es indiferente que ahora sea el visionario de la política española, el comentarista de mente preclara que tan pronto se lanza al barro como intenta limpiarse para no perder público en taquilla.
El caso es que él se sigue amando, sigue queriéndose y sigue lanzándose besos al proyector con que se refleja más hermoso y más grande por momentos. Todo visto bajo los ojos dorados de papá Oscar.
La mala educación es una historia mediocre sobre la vida de unos personajes marcados por el sexo prohibido. Niños homosexuales, curas acosadores, travestis en desarrollo... Los saltos temporales y la narración en forma de “cine dentro del cine” –con el paso del tiempo esa infancia inspira la película que ruedan sus protagonistas- son la mejor aportación con que recubrir diálogos discretos hacia el desenlace dilatado. Siempre por medio de escenas que deberían abrir los ojos a todo el repertorio de relamidas estrellas del cine yanqui, que por modernidad afirman con vehemencia querer trabajar con Pedro en una sociedad que vive el éxtasis del puritanismo. Es algo que le viene acompañando desde mucho tiempo atrás. Fue una vez símbolo de la pedantería francesa y su búsqueda del vanguardismo gratuito. Ahora que la meca del cine trata de expiar sus pecados de estiramiento hasta el exceso con su imagen, y que aquí el chauvinismo ha encontrado alguien de quien sentirse orgulloso en público –con él no caben resentimientos, pues “podría ser un artista”- Almodóvar sigue a lo suyo olvidándose de una cosa que le vendría bien recordar. Que el director con mayúsculas, el que pasa de verdad a la historia del cine, lo hace por su capacidad para contar distintas historias, cambiar de registro con soltura y demostrar más retos que la autoadmiración complaciente. Con los solos apoyos del público maleable por las tendencias, uno acaba siendo sólo eso. Una tendencia. Y esas se acaban.