Olviden a lo largo de las próximas lineas el apelativo al cine de ‘séptimo arte’. Olviden esa línea divisoria entre dirección, producción, guión, intérpretes y técnicos de efectos especiales. Estamos en una de esas ocasiones en que no existen. Hay incluso otra opción mejor: olviden a Van Helsing, y sobre todo, al verdadero monstruo perverso de ésta película: Stephen Sommers.
Él, niño mimado de las taquillas, ha vuelto después de sus soporíferas, angustiosas y estomagantes historias de momias y con la decisión de coger a los otros tres monstruitos clásicos (drácula, frankenstein y el hombre lobo) y de igual forma triplicar las dosis de estrés, barullo, saltos-golpes-caídas, y frases de anuncio de detergente, para lograr el producto más descerebrado de su corta carrera.
Aunque lo cierto es que su contumacia puede llevarle al complejo reto de superarlo, porque si tras dos horas de feria frenopática llega la hora de revisar la caja, ahí los resultados son lo suficientemente escandalosos como para olvidar en el futuro toda absurda idea de autoría, creatividad, emotividad o en definitiva aquello a lo que su cine renuncia a ser y de lo que huye con dolo y ánimo mercenario.
Y no hay que negarlo, su filosofía concentrada de videojuego atropellado, mezcla lo peor en funcionalidad de ambos frentes (cine y videojuego) para sacar lo mejor en espectacularidad mareante. Su oquedad tiene un envase tan consustancial al estudio de mercado, de un derroche de medios tan gratuito, que simulan una burla al espectador con que jactarse de no darle nada dándole todo, mientras éste contempla catatónico un sinsentido prolongado de forma injustificable.
Debería decirse que sobra media hora, forma generosa de ocultar que lo que sobran es dos –y los seis meses de campaña publicitaria incesante que al estilo de El amanecer de los muertos, ha llevado a los zombis al centro comercial-, dos horas entre lo espídico y lo alucinógeno en que su realizador se mueve entre una visión infantil y un desorientado sentido de la épica, propio de quienes creen que a base de cortar y pegar emociones de otras cintas suben algo la calidad de un mal castigo.
Aunque la terca taquilla sí refleje ese resultado, y asegure un innecesario retorno de una mala forma de hacer las cosas.
Con razón hay quien se refugia de estos tormentos en prosaicas y mediocres producciones españolas.