El marketing repetición, el del machaqueo prolongado a lo largo de meses, funciona. No es sólo cuestión de lanzar una perogrullada para introducir texto, es reafirmar lo obvio para manifestarlo con contundencia: funciona muy pero que muy bien.
Podríamos hablar del efecto ‘Van Helsing’ por ser un fenómeno casi coetáneo, una de las mayores demostraciones de pirotecnia gratuita que no ha tenido suficiente con llenar cines y recaudar cantidades desproporcionadas, sino que ha llenado muchos cines, y ha recaudado cantidades obscenamente desproporcionadas.
Y ahora llega Troya, con Pitt luciendo palmito en trailer desde tiempos inmemoriales, y una larga serie de acompañantes de lujo para conquistar, no Troya, sino ese puesto de record al que todos se lanzan con desaforada codicia. Están Eric Bana (Hulk, aquí ejerciendo de rival de Pitt y príncipe de Troya), Orlando Bloom (Piratas del Caribe, el Señor de Los anillos... aquí es el que la lía al encapricharse de la mujer de otro) y las bellas Saffron Burrow, Rose Byrne y Diane Kruger (sin relación alguna con Freddie, broma fácil).
El caso es que desde el mismo día del estreno, en la Warner estaban prestos y dispuestos para empezar a recoger desde el primer pase las primeras cifras. Querían las globales del fin de semana, para llegar al lunes diciendo cuánto habían recaudado y que esa mareante cifra de noticiario, fuera la mejor campaña para repetir éxito la semana que viene. Y seguir engrosando la bola de nieve.
Pero lejos de adiestrar en cuestiones de marketing o en los viles mecanismos del robo de la plata, aquí se trata de ver qué hace de Troya algo especial –si es que hay algo- y por qué podría pasar a la historia.
Pero lo cierto es que en estos tiempos es difícil saberlo. Si se trata del espectáculo de ingenieria visual, del todo por el todo (cantidad, cantidad, cantidad) o la mera unión de figuritas mediáticas, en unos meses tendremos otra, y en otros meses otra más. Ese ejercicio se repite para la distribuidora en una práctica lejana al cine y próxima a las técnicas bancarias. ‘Tome usté señor director estos cientos de millones, pero devuélvame cientos más.’ Y lo cierto es que en esta ocasión, más allá de la rentabilidad el nombrado espectáculo está bien logrado, el sentido del ritmo logra una agilidad a lo largo de las dos horas y media que se hace de agradecer, y si bien la pompa gratuita de muchos de sus diálogos está excesivamente marcada por sinsentidos de egocentrismo y ánimos de pasar a la historia, otros están bien llevados y saben reflejar dolores personales ante las pérdidas de la guerra.
Los antagonismos sólo llegan a marcarse por el pérfido monarca griego que en su ambición anexionadora ve crecer su ego sin remedio. Aquiles, entre egolatra y cortito de molleras, se sitúa en tierra de nadie y logra un puesto de interés donde ni es bueno ni es malo. Y la historia de amor como eje, en su capricho inmaduro y la actitud pueril del personaje de Bloom, tiene bastante de humanidad.
Pero su proyección, con todo esto, no llega a ser de las que dejan huella. No marcan, no redescubren ni crean esa fantástica nostalgia de un mundo imaginado que se aleja. Es más bien el cierre de una feria que llega cada año y que tras mucho tiempo no impresiona a casi nadie. Salvo a los estadistas de la recaudación, que viven en permanente asombro. El resto, lo pasarán bien, pero sin mucho feeling.
Algunos incluso añorarán a Gladiator...