Para alguien que tiene en su curriculum producciones como Soldado Universal, Independence Day o Godzilla, y que cree haber llegado al cine serio con El Patriota, es evidente que la forma de abordar las consecuencias de un cambio climático y su drama humano, han de estar necesariamente más cerca de un videojuego acelerado que de una mínima búsqueda de la credibilidad.
Salta a la vista que Roland Emmerich repite en cuanto la idea de usar al máximo el apartado técnico como base a partir de la cual plantearse cosas. El dominio del agua que la infografía logró desde La tormenta perfecta, es sólo una de las herramientas para un espectáculo constante con que lanzarse de nuevo a su terrorismo fílmico: si Bin Laden fuera guionista, no haría tantos destrozos como el amigo Emmerich es capaz de filmar. Y es que no sólo la lia por enésima vez en Nueva York, si no que profundizando en el genocidio marciano del día de la Independencia, se ceba con el ‘primer mundo’ en general para aniquilar todas sus ciudades y confundir su función pirotécnica con otra muy diferente, como es la de buscar el cine de mensaje. Puede que sea la mejor forma de llegar al descerebrado medio e inyectarle algo de responsabilidad ecológica, o de establecer una extraña venganza valiéndose de los instrumentos de Hollywood (cuyas blancas letras se cepilla simbólicamente en el primero de los tornados) y así transmitir como infiltrado las ideas del ‘bando enemigo’. Pero en cualquier caso, la intención de someter a todos los países avanzados en una especie de revancha por parte del propio planeta, y hacerles buscar resguardo en zonas cálidas del tercer mundo, no dejan de ser una anécdota curiosa con la que el productor circense se las da de visionario reflexivo.
Más allá de recuperar el género catastrofista y volver a golpear a la gran manzana después de un plazo prudencial tabú tras el 11S, todo lo que pueda valer la pena viene por la vertiente más superficial y obvia. Alejada de la posibilidad de dar una verdadera profundidad psicológica de los sitiados, aprovecha cualquier coyuntura para la persecución del último momento, el último salto, el último aliento... con tintes verdaderamente pueriles en cuestiones de coherencia –como en la lucha con el frío- todo por salvaguardar la emoción cardiaca más simple a costa de forzar escenas.
Sus casi dos horas se dejan ver por el sólo hecho de atender al derroche de medios y lo colosal de sus destrucciones. Las bravuconadas y el empeño de crear héroes que hacen cosas más extrañas que impresionantes, son sólo el indispensable instrumento para el público más ingenuo. Pero son cosas imprescindibles para que su director sepa encontrarle una salida a su ánimo destructivo.