El mexicano Alfonso Cuarón (Grandes esperanzas, Y tú mamá también) ha logrado con la tercera entrega de Harry Potter, lo que Chris Columbus ni tan siquiera llegó a intuir en las dos anteriores. Y no se trata de que haya hecho una obra maestra, una adaptación a la altura de la obra de Rowling, ni en definitiva, una gran película. Pero para empezar, ha hecho algo novedoso respecto a los dos intentos anteriores: una verdadera película. Y esto porque esas dos tentativas previas fueron sendas muestras de todo aquello que no debería hacer un realizador con un mínimo de implicación de cara a adaptar un libro. Como limitarse a seguir los pasos de este buscando cumplir trámites, evitar la decisión propia de una selección de lo que debe y no debe contarse, y por encima de todo, desconocer el distinto lenguaje que debe gastarse y aplicarse en la gran pantalla respecto a la historia escrita.
Por el contrario, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, demuestra personalidad en las tomas, en los movimientos de cámara, en la estética, y lo que es más importante, en el resultado final. Tenebrosa, maneja un tono gótico que hace del castillo de Hogwarts y sus personajes algo verdaderamente fantástico, dejando a un lado la vía anterior que era la de una simple lectura desapasionada con que poner grandes escenarios sin excesos creativos, y que ahora da lugar a una mayor fuerza a base de una mayor oscuridad. Las vistas exteriores, las extrañas cotidianeidades como son los cuadros vivientes o los monstruitos de Hagrid, revelan un dedicado estudio de arte cuyo resultado es netamente superior. Así, no es de extrañar que los temibles Dementor, guardianes de la prisión de Azkaban, parezcan salidos de la mismísima cabeza de Tim Burton.
Y a su vez, los nuevos secundarios –destacando a Emma Thompson- dan con sus interpretaciones una mayor credibilidad más allá de la que asume el niño ingenuo, aunque en algunos sentidos mantiene una indefinida línea de afinidad con el público, lejos de la amplitud de lectores de sus libros. Porque sin encontrarse totalmente con el más infantil al que entre otras cosas dos horas y media en el sillón le exigen de mordaza y valium, el sector adulto, si bien tiene más aliciente que en las dos primeras partes, no obtiene tantos como si apuesta por la aparentemente infantil lectura.
Además, a ellos no se les escapará la pregunta de por qué al bueno de Potter le cuesta tanto echar unos lloros... Viendo lo que a Daniel Radcliffe le cuesta reaccionar con un mínimo de naturalidad, y cómo sus rabietas siempre son forzadas y sus lágrimas envasadas, es fácil presumir que salvo que retome el rumbo de su regalada carrera, de aquí a unos años sus interpretaciones las realizará en feria ambulante de exhibición de viejas glorias infantiles.
En conclusión, los padres se entretendrán más en esta nueva visita obligada al cine con sus hijos, la mayoría de estos se empacharán de golosinas o querrán corretear profanando el silencio de las salas, y muchos de ellos entre la indigestión laminera y la nueva imagen lograda por Cuarón pasarán una noche de pesadillas. De las que quizá les rescate un valeroso y joven mago. Pero incapaz de expresar por su parálisis facial qué pasa por su cabeza.