Un agente de élite amnésico, encontrado a la deriva en el mar. Con esa idea se iniciaba El Caso Bourne, en donde un Matt Damon con su pose habitual de chico bueno se transmutaba ante su sorpresa en espía mercenario. La incredulidad ante sus habilidades y conocimientos se unía a la del público, acercándolo y humanizándolo. Se servía pues mucho campo a la introducción, a la presentación de una conspiración que llevaba a un desenlace que perfectamente podía haber quedado cerrado entonces para no volverse a abrir. La cinta quedaba así claramente definida con unas características que la dejaban muy por encima de las de la media en un género sobreexplotado.
El problema pues en una continuación es que presentado ya su personaje y su extraña situación, avanzar en su psicología mientras se le devuelve a una trama del mismo corte, carece ya de los apoyos previos y devuelve demasiado espacio al tono de acción. La sensación de incompresión que el público compartía con él entonces, aquí pasa prácticamente desapercibida, presente apenas en un primer tramo que se vive con algo de desorientación para ser resuelto en rápida explicación.
Todo queda entonces dispuesto para que el agente Bourne tenga un nuevo objetivo no especialmente novedoso y que así utilice sus facultades anormales para pasar por encima de un amalgama de rivales en que se incluyen varios bandos, ante los que se encuentra sólo, pero no desvalido.
Adaptadando el guonista Tony Gilroy (El Caso Bourne, Pactar con el Diablo, Eclipse Total, Armageddon) la segunda novela de Robert Luldlum sobre su agente secreto –y que estuvo 25 semanas en la lista de Best-Sellers en el año 86–, ha de recuperarlo nuevamente de los tiempos de la guerra fría en que fue creado y traerlo a una actualidad repleta de mecanismos técnicos que domina con su habitual estilo cercano a la prestidigitación.
El realizador Paulen Greengrass le da en todo momento un tono vivo y acelerado en lo que el califica de estilo visual “desconsiderado”. El término por momentos se vuelve especialmente apropiado, cuando en alguna pelea o persecución –especial dedicación a las automovilísticas– sus formas claramente marcadas por su experiencia en el cine documental crean una sensación de urgencia en donde la cámara es un sujeto más víctima del thriller, participando del seguimiento y aportando realismo cuando no confusión. De hecho, la elección de Greengrass para esta continuación se debió a la impronta que dejó en la multipremiada Bloody Sunday, en dónde destacaba su espontaneidad y realismo a la hora de recrear la matanza de sangre de enero del 1972 en Irlanda del Norte.
Por lo demás, mientras el mundo en que vive Bourne se empequeñece por momentos, permitiéndole cruzar paises mientras un progresivo enfriamiento de la fotografía la va tornando monocromática para reflejar mejor su situación, el personaje enigmático irá sabiendo más de su pasado sin que su lado humano tome protagonismo alguno; las conspiraciones por su parte se resolverán sin el más mínimo grado de innovación, y sólo su naturaleza de mercenario infalible será bastante para dejar la trama lo suficientemente cerrada para poder abandonar la sala, y lo suficientemente abierta como para alcanzar la trilogía cuando desde producción se imponga una última rentabilización de su nombre.