Sentada la máxima de que el género de la comedia romántica está hecho para reproducirse regularmente, alterando los papeles de protagonistas en pareja por distintas figuras con las cuales crear una ficción de culebroneo, las diferentes proporciones de risa fácil son las que han de hacer su existencia más o menos justificable.
Esta búsqueda de antagonismos de teórica química, en el caso de funcionar puede llevar a repetir fórmula en el tiempo, como ejemplos los de Julia Roberts y Richard Gere, o Tom Hanks y Meg Ryan, a los que la lógica nos dice que no se unirá el de Pierce Brosnan y Julian Moore.
Sin que quepa culparles del permanente desatino, sí se podría apuntar que el carácter monocromático de las interpretaciones de 007, si bien se altera tratando de dar forma a un personaje desgarbado que tanto habría gustado a Hugh Grant, acaba llevándole de nuevo a encerrarse en un único registro en su concepción personal de la actuación. La señorita Moore, por su parte, con bastantes más aptitudes en general queda aquí reducida de igual forma a un peón que lejos de dar coherencia al posible idilio, cambia la debida capacidad de seducción por una pose entre repelente y ñoña con que en la realidad debería alimentar celibato.
Pero ambos son inocentes del verdadero motivo por el que esta producción alcanza un inexplicable punto muerto antes de llegar a la primera hora, y por el que veinte minutos después se sigue buscando a tientas el momento con el que cerrar la paraeta, incrustar un beso y proponer el último intento de gag (lamentable) con el que colgar el letrero de ‘cerrado’, renunciando incluso a llegar al minuto 90.
Si hace poco podíamos ver último trabajo de Kaufman (Olvídate de mí) en las antípodas de su capacidad para con el guión, instrumento al servicio de sus capacidades y con las que muestra un poder omnímodo, aquí éste resulta un enemigo entre molesto y olvidado para el equipo de Hasta que la ley nos separe. La ofensiva vocación de corte clásico, para crear una pareja sólida cuyos encuentos lleven el peso de la historia a sus espaldas, recibe el premio significativo de ocultar en todos los lugares posibles de los títulos de crédito los nombres de quienes firmaron el texto que dirige (a pesar de que también debió participar en el texto) Peter Howitt.
Responsable de Dos vidas en un instante y Conspiración en la red (y de Johnny English...) se le cae ante su indiferencia a pedazos un inicio cuyo poco prometedor nivel llega a añorarse mediada la proyección. El descalabro del texto se debe en parte a una clara incompetencia que camufla sin pericia la incapacidad para los diálogos —recordemos que esa iba a ser la base de la cinta— con cortes rápidos y saltos temporales cuando no con un videoclip romántico previo a la reconciliación imprescindible. Pero además adolece del vicio de la auténtica pereza, desprecio por la labor de documentación en temas jurídicos cuando ambos protagonistas se conocen enfrentados como abogados, sin que nadie se haya preocupado lo más mínimo por darle algo de credibilidad y eludir una maquinación en la trama de elucubración infantil. Lástima que el decoro les impida cerrar cuando no tenían nada más que decir, el precio de la entrada resultaría caro y parte del público ni habría tenido tiempo de tomar asiento. Pero resultaría menos deprimente.