Las fantasías pandémicas, el virus que se extiende y acaba con la humanidad, constituyen una de las formas más coherentes de especular con el fin de la civilización. Son especialmente creíbles por beber de la hipocondria colectiva, de un pasado medieval-pestilente de obligado estudio histórico, y de recientes recurrencias en cuanto a la existencia de armas químicas en uno u otro sitio, y que antes o después parecen tenernos sentenciados.
En forma de "supergripe", Stephen King ya diseccionó la hipotesis con sus devastadoras consecuencias con cruento detallismo (La Danza de la Muerte/Apocalipsis). Casando con la trama de 28 días, Umbrella fue la organización ficticia que por errores cálculo convirtió -y seguirá convirtiendo- en zombies a innumerables extras poligonales del videojuego. Pero ahora nos llega el hombre Trainspotting, y recrea la experiencia tras 28 días de la eclosión infecciosa.
Desde Londres para el mundo, casi deshabitado, comienza el relato de un accidentado inconsciente que se recupera después de la ecatombe y se encuentra en un mundo vacío, en una capital británica muda que recuerda que un silencio dice más que mil bandas sonoras, y en la que se enfrenta a un repentino ejercito de infectados de inspiración zombie-atlética: en contra del tradicional gemido y andar ortopédico, la aceleración hambrienta de estas bestias humanas sedientas de carne obliga a agarrarse al asiento, a entornar los ojos y a hacer fuerza por empujar una huida desenfrenada.
La sutileza argumental para preparar el camino, con las justas muestras de salvajismo esporádico, son el terreno para la unión de supervivientes, sumidos en una desorientación emocional en la búsqueda de un horizonte difícilmente halagüeño. En la latencia y los respiros, llega a olvidarse por entre escenas de carretera la existencia de esos otros entes supérstites, pero la suavidad del relato siempre esconde a ese otro lado, el de un enfrentamiento inevitable que aterroriza como en las mejores ocasiones, y que hace suplicar a los protagonistas que eviten caer caprichosamente en los designios del terror. Que eviten la poco saludable concesión al tópico imprudente. La de esa exposición gratuita a peligros de los que más vale huir, para llegar lejos, a un lugar seguro e impenetrable donde poder esconder en cuarto bajo llave la cabeza bajo la almohada.
Desde ahí o desde la sala, el esfuerzo será necesario para obligarse a olvidar los gemidos descorazonadores de los no-muertos.