Podría fácilmente calificarse como la mejor saga de acción, el símbolo de todo lo que el cine sin pausas quiso dar una vez y que se reunió en sus dos partes anteriores. Formaban ambas la unión de un escenario ficticio único en que justificar al prototipo de thriller llevado a sus máximas consecuencias, consiguiendo sacar de cada minuto una batalla ganada al tedio, un aliado en el esquema rítmico de la película como pieza única de entretenimiento.
Dudar a estas alturas de lo que supuso la pionera o su infográfica continuación, es una invitación a la expulsión de la sala del profano desorientado. La secuela por excelencia, la película de culto en que de forma incomprensible todo coincidió a la perfección (una trama, unos actores, una revolución técnica y una banda sonora) se convirtió en la horma con la que todos quisieron correr aventuritas durante un tiempo.
Incluso la revolución Matrix bebía de forma descarada de la raíz de su planteamiento. Una vez la máquina vence su batalla contra el hombre alimentada por su ingenio y su lado más inhumano, los Wachowski simplemente tomaban otra dirección, e ideaban una forma distinta de enfrentarse a las bestias ciborgs encerrados en una prisión digital con que jugar con la realidad. Incluso en ese sentido, Matrix supo acompañarse del elemento que había convertido el regreso de T-101 en éxito total: darle algo a nivel de imagen que revolucionase y fuese una excusa invencible para tener un mínimo de halagos asegurados.
Pero ahora, con o sin Cameron, el rizado de rizo no necesita de 'bullet-time' (la trilladísima técnica de giro artificial de cámara que cualquier día incluirán las teleseries). Revelando la idoneidad de contar con Jonathan Mostow -de quien siempre se cita su 'Breakdown'- este ha puesto de manifiesto que todavía hay cosas por hacer en un terreno tan exprimido como es el de las persecuciones. Si lo había evidenciado utilizando a Kurt Russell, aquí se exacerba en secuencias memorables en que una vez más obliga a aguantar la respiración en un baile de explosiones de creciente rotundidad. Colisión tras colisión, no se corta para abandonarnos a una montaña rusa de destrozos múltiples, capaz de reventar más de cuarenta coches en cuestión de segundos mientras dos terminators del futuro reviven una desaforada guerra contra la tranquilidad.
Planteada así como una vuelta a la fórmula de enfrentamiento entre máquinas por un distinto objetivo, de nuevo se constata el desequilibrio entre la defensora -nuestro querido y algo arrugado austriaco- y la ominosa atacante -que sin demasiado carisma, tiene el mérito de no perder respeto entre sus curvas-. Como todo, se eleva unos grados más sobre lo antes visto, para llevarnos a una conclusión que además de oler a cuarta parte, evita las previsibilidad tópica consumando la dignidad del difícil regreso. El universo Terminator vuelve a la vida.