Historia que tiene mucho de telefilme de sobremesa repleto de buenos sentimientos.
Cómo cuesta en ocasiones casar conceptos opuestos. En principio resultaba descabellado asociar cosas en apariencia tan lejanas como un relato corto del escritor de ciencia ficción Richard Matheson (Soy leyenda, El último escalón) y un director discreto –por ser suaves– como es Shawn Levy, que ha legado para la posteridad títulos como Gordo mentiroso, Recién casados, Doce en casa o las dos entregas de Noche en el museo.
Sin embargo, con la producción de Steven Spielberg mediante, así como la desestimación de otros realizadores que podrían haber respetado en mayor medida la esencia del escrito original, finalmente Acero puro llega a los cines para contarnos una historia que tiene mucho de telefilme de sobremesa repleto de buenos sentimientos, por mucho que los llamativos robots combatientes se lleven su cupo de protagonismo.
Situada en un futuro cercano, al principio de la cinta somos testigos de cómo un boxeador retirado se dedica a sobrevivir como buenamente puede, trapicheando con robots boxeadores y presentándolos a combates de tercera fila para sacarse unas magras ganancias de vez en cuando. No obstante, la presencia circunstancial en su vida de un hijo preadolescente, a cuya custodia renunció años atrás, le hará replantearse algunas cuestiones a medida que compartan varias semanas juntos y el chaval se destape como un experto en manejar y reparar robots.
Cuesta obviar, a la vista de este breve resumen, que estamos ante un guión que busca la vena sensiblera del espectador, tratando de redimir al padre crápula gracias a la influencia del niño ya mencionado. Sin ser nada del otro jueves, y cayendo en esos momentos algo repelentes que se pueden intuir –tanto Spielberg como Levy dejan su impronta en el resultado final–, lo cierto es que Acero puro, pese a sus defectos, termina por convertirse en un entretenimiento palomitero apto para todos los públicos, aunque mucho más disfrutable para los niños que ronden la edad del hijo del protagonista.
A su favor juega la presencia del carismático y musculado Hugh Jackman, que fue asesorado por el mismísimo Sugar Ray Leonard a la hora de ejecutar los golpes pugilísticos que despliega aquí. También hay que destacar que el niño que encarna a su hijo no resulte rechazable, o el cínico retrato que en un principio se nos hace de buena parte de los personajes, a quienes solo vemos motivados por el dinero y las ganancias.
Pese a manejar clichés y hallarse con frecuencia al borde del infantilismo, el film no cae en el ridículo –obviaremos los irrisorios bailecitos que se marca el niño con su robot– y logra sobradamente su objetivo: hacer pasar el rato con dignidad, satisfaciendo con el despliegue de efectos especiales, apabullando con el diseño de los robots y sus combates, y además buscando emocionar (y hacer reír) en contadas ocasiones. Poco más se le puede pedir a priori a una producción de estas características. Eso sí, habría sido de agradecer algo más de tijera en la sala de montaje, ya que dos horas de duración se nos antojan excesivas.