Pese a sus buenas intenciones, el rasgo que hace naufragar este filme desde su mismo arranque es su estética y realización, plenamente televisivas.
Paco Arango, creador de series televisivas tan prescindibles como ¡Ala... Dina! o El inquilino, debuta en la dirección cinematográfica con Maktub, término árabe que significa “lo que está escrito”. En esta ópera prima asistimos a la crisis existencial que está padeciendo Manolo, un empleado de banca, enfrentado a un futurible divorcio y con dificultades para relacionarse con su hijo mayor. Sin embargo, un encuentro fortuito con un adolescente canario enfermo de cáncer causará un vuelco en la cotidianeidad de Manolo, provocando ondas que afectarán a buena parte de su familia y conocidos, y obligándole a replantearse su vida.
La película supone un vehículo de publicidad para la Fundación Aladina, dedicada a intentar mejorar la calidad de vida de los niños que padecen cáncer. El envoltorio para difundir la labor de dicha entidad –cuyo presidente es el propio Arango– es una historia típicamente navideña donde se mezcla el clásico cuento de Dickens con otros referentes como Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946) o Planta 4ª (Antonio Mercero, 2003), destilando un buenrrollismo indigesto y un sentimentalismo muy propios de estas fechas, y que nacen por tanto con fecha de caducidad extremadamente limitada.
Pese a sus buenas intenciones, el rasgo que hace naufragar este filme desde su mismo arranque es su estética y realización, plenamente televisivas. Las torpezas en planificación y montaje se ven agravadas por algunas actuaciones y diálogos sonrojantes –los niños hablan en todo momento como adultos–, y la presencia de un buen nombre de rostros televisivos contribuye a que en escasos momentos estemos convencidos de estar ante un producto merecedor de ser estrenado en salas de cine.
Si la forma ya espanta en los primeros momentos de proyección, el fondo no compensa lo suficiente para que podamos hablar de un producto digno. Esta historia de casualidades rayando en lo increíble, reconciliación, esperanza, amor y fe se va haciendo más empalagosa a medida que transcurren los minutos, desembocando en una media hora final –de las dos estiradísimas que dura– donde la reiteración de los mismos argumentos deja pocas excusas para permanecer placenteramente en la butaca. Y mejor no hablemos de ese giro final supuestamente sorpresivo a lo M. Night Shyamalan, vergonzoso como pocos últimamente.
Aunque contiene momentos cómicos más logrados, con alguna intervención salvable por parte de algún personaje –ahí es Diego Peretti quien acumula más puntos, cuando no sobreactúa–, lo cierto es que el afán manipulador tanto por parte del guión de Arango como de la omnipresente música (que en todo momento nos dice qué debemos sentir) provoca una sensación de artificiosidad que muestra muy a las claras la moralina que se nos pretende insuflar desde la pantalla.
En conclusión, loables intenciones para un estreno que termina siendo obscenamente sentimental y provocando vergüenza ajena (el incidente con la moto podría ser perfectamente la peor escena rodada por el cine patrio este año). Sabiendo que los beneficios de la película irán destinados a fines sociales, hubiera sido deseable que los espectadores también lograran obtener alguna ganancia del visionado de esta cinta. Otra vez será.