La historia deja a una cinta previsible de pasmosa ligereza y de irregularidades rítmicas y argumentales.
A estas alturas, The artist y su director, Michel Hazanavicius pueden considerarse los más serios pretendientes del Oscar al mejor filme y mejor director de este año que finaliza. The Artist se ha convertido en la pieza muda de la que todo el mundo habla. Empezó su carrera al estrellato como rareza en blanco y negro y prácticamente muda, destinada a ser carne de festival devorada únicamente por exquisitos del séptimo arte. Ya en Cannes llegó, se mostró y triunfó, logrando el reconocimiento al actor semidesconocido de nombre musical Jean Dujardin, aunque el de su compañera, Berenice Bejo, también empezó a sonar como valor seguro.
Por el momento, habiendo acumulado un sinfín de menciones, galardones y otras nominaciones, es la que mayor número de Globos de Oro puede llevarse a casa, siendo ya hoy la favorita de la crítica estadounidense. Es comprensible que esté causando furor en la meca del cine puesto que habla de los entresijos de la misma, de la transición del cine mudo al sonoro de finales de los años 20, y de lo que ésto supuso para las estrellas rutilantes del celuloide silente.
“Ahora el mundo habla” reza uno de las frases sobreimpresas del filme, “El público quiere carne fresca y el público nunca se equivoca”. Ambas sentencias resumen el espíritu de la obra aunque nunca llegan a ser absolutamente desarrolladas sino que son la excusa para erigir una concatenación de recursos propios de aquel cine perdido si bien nunca pretende ser una historia trascendente, se queda en el registro de comedia amable. Habiendo escrutado la cinta que se perfila como el filme del año, uno no puede evitar pensar que, lo decimos ya, no es para tanto.
Hanazavicius demuestra estar absolutamente enamorado del cine, o más concretamente, de ese cine mudo que hacía soñar con un mundo lleno de problemas que tenía, sin embargo, cabida para un final feliz made in Hollywood. Es precisamente esa pasión melancólica que siente Hanazavicius lo que le ha llevado a plasmar el ritualismo elegante del cine en el periodo retratado y ha convertido un producto de origen francés en la película más norteamericana que uno se pueda imaginar. Pero, como todo buen enamorado, se distrae en mitificar a su persona amada –el cine- para mostrarse mucho más precipitado en la construcción de su relación amatoria –la película-.
Como buena carta de amor, The artist es una oda sentida e inundada de nostalgia por el buen hacer de los clásicos a la par que anacrónica al pretendre reverberar un tipo de cine cuya recuperación se antojaba impensable. Arriesgada en su concepción (recordamos: mudo puro y duro), convencerá especialmente a aquellos que sientan la misma añoranza de los tiempos del celuloide pasado y dejará más bien fríos a aquellos que no hayan sentido la necesidad de volver a un pasado cinematográfico que el avance técnico y el público se encargaron de sepultar.
Con momentos elegéticos, podemos considerar The artist como toda una extravaganza cuyos méritos técnicos y la interpretación de su actor principal merece alzarse con la preciada estatuilla –de hecho, creemos que así será-. Dujardin logra colorear cada fotograma de la obra.
Pero la historia se concreta en una cinta previsible de pasmosa ligereza y de irregularidades rítmicas y argumentales que reiteran secuencias con ritmo atolondrado y un tanto farragoso. Se sostiene únicamente como bellísimo homenaje a un pasado que llena a los espectadores, lo cual no es poco.