Dos horas y cuarto de fanfarria y pirotecnia visual por tres países distintos que recupera nada más y nada menos que ¡la amenaza nuclear rusa!.
Los responsables de la saga Bond tuvieron la inteligencia de reinventar el personaje cuando las películas de 007 eran ya más divertidas si se veían como autoparodias que las propias parodias que se estrenaban cada cierto tiempo imitando su diseño, estructura y personajes.
Aún así, parece que el cine intrascendente, edulcorado y maniqueo en que se convirtió la saga sigue teniendo seguidores, pues no todo el público del fin de semana le apetece paladear un trago de Lars Von Trier o Terrence Malick antes de salir a alternar. Y dónde hay público siempre hay un productor avispado, que en este caso se llama Tom Cruise.
A Cruise, como actor, se le pueden reprochar muchas cosas. Por ejemplo, que sólo sea capaz de dar la talla como intérprete cuando siente que quien le dirige es más artista que él, leáse Paul Thomas Anderson (Magnolia, 1999) o Steven Spielberg (Minority Report, 2002; La Guerra de los Mundos, 2005); o cuando se encuentra lo suficientemente relajado y se olvida de sí mismo, entiéndase Tropic Thunder (Ben Stiller, 2008).
Sin embargo, como productor, hay mucho que agradecerle. Por ejemplo, un buen olfato para encontrar directores, sin ir más lejos los de la serie M:I: Brian de Palma, John Woo y J.J.Abrams; o la capacidad para asociarse con otros productores, dos veces con Spielberg y dos con Abrams, por el momento. Y por supuesto, instinto. Instinto para saber que un personaje plano e inverosímil como Ethan Hunt puede funcionar en la taquilla.
Porque si Bond ha viajado de la caricatura a la carnalidad de la mano de Paul Haggis y Daniel Craig, Ethan Hunt ha hecho el recorrido inverso, convirtiéndose en esta cuarta entrega de la serie en un madelman que ni siente ni padece, sin arco dramático que llevarse al alma, comenzando la película con la misma cara y la misma actitud que la termina. Un aburrimiento.
Dos horas y cuarto de fanfarria y pirotecnia visual por tres países distintos que recupera nada más y nada menos que ¡la amenaza nuclear rusa! como detonante de la misión imposible. Ni el habitualmente sólido Jeremy Renner levanta un patético guión con algunas de las secuencias más sonrojantes de los últimos años (ese espía declarando su amor mientras muere, ese millonario de tebeo intentando seducir a la fémina del equipo...) y que juega su única baza en el espectáculo de las acrobacias circenses del protagonista para conseguir su objetivo.
Un disgusto para los que pensábamos que Brad Bird, el director de joyas como El Gigante de Hierro (1999), Los Increíbles (2004) y Ratatuille (2007) iba a aportar su peculiar sello a la franquicia.