No termina por resultar cansina ese a que roza las dos horas de duración; la buena labor de sus actores principales consigue hacer llevadera su historia.
A lo largo de la historia del cine, pocas comedias de intercambio de cuerpos han quedado en la mente del espectador. Podríamos considerar como producto más cercano a este concepto, aunque jugando en una liga bien diferente, la interesante Cómo ser John Malkovich (Spike Jonze, 1999), que obviamente poco tiene que ver con la propuesta que nos llega de la mano de Jon Lucas y Scott Moore, guionistas de la resultona Resacón en Las Vegas, y firmada por David Dobkin, director de títulos tan mediocres como Los rebeldes de Shanghai, De boda en boda o Fred Claus, el hermano gamberro de Santa Claus.
El cambiazo nos presenta a dos viejos amigos, antiguos compañeros de escuela para más señas, cuyas vidas han tomado cursos bien distintos. Mientras que uno de ellos se ha convertido en un importante abogado dentro de su empresa, está felizmente casado y tiene tres hijos, el otro todavía sigue soltero, ligando con asiduidad y sin un trabajo estable. Tras una noche de borrachera entrará en juego un elemento sobrenatural que provocará el intercambio de cuerpos de los dos protagonistas, que se verán así forzados a experimentar la realidad desde los ojos de su otro camarada.
Por referirnos sin dilación a los defectos de este filme, digamos que para ser una comedia más o menos para todos los públicos cuenta con un nivel de grosería innecesaria –herencia de algunos títulos de Judd Apatow– que ya parece ser el signo de los tiempos. Así, entre los peores momentos de la cinta hay un par de escenas que se lanzan sin rubor a crear humor a partir de la escatología más básica. Eso sí, por muy políticamente incorrecta que pueda resultar en lo verbal, la concepción del sexo sigue siendo tan pacata como siempre, desgarrando esa cortina de supuesta transgresión que se nos quiere vender.
Tampoco ayuda lo previsible del argumento, que contrapone a dos protagonistas bien distintos para que la estancia en el cuerpo ajeno les obligue a tener una nueva perspectiva de su propio ser, ayudándoles a convertirse en mejores personas cuando por fin se restablezca la normalidad: el crápula desocupado verá qué supone vivir habiendo sentado la cabeza y con muchas responsabilidades familiares y laborales, y el estresado ejecutivo descubrirá que se pueden hacer más cosas en la vida para relajarse de vez en cuando. Todo planteado siguiendo las normas del manual básico para este tipo de comedias, que incluyen absurdos –el traslado repentino de la fuente mágica, por ejemplo– y un buen montón de actividades trascendentes para los personajes donde se puede meter la pata –y se mete, por supuesto– de mil maneras distintas.
Sin embargo, El cambiazo no termina por resultar cansina –pese a que roza las dos horas de duración– y, obviando la vergüenza ajena que provocan ciertos momentos, la buena labor de sus actores principales consigue hacer llevadera una historia que en otros rostros hubiera invitado a abandonar la sala a mitad de proyección. Tanto Jason Bateman como Ryan Reynolds afrontan su labor con acierto, y sorprende una Leslie Mann que deja momentos notables como contrapunto femenino (no tanto la despampanante Olivia Wilde, que básicamente luce palmito y poco más).