No es que la trayectoria del Kaurismäki le haya servido para variar sus vicios y virtudes, más bien ha establecido una línea ascendente en la que ha conseguido crear un universo particular.
Aki Kaurismäki es uno de esos directores de culto que pertenecen a la categoría de realizadores de alto rango. Todo aficionado al cine le conoce, es siempre bienvenido en certámenes cinematográficos y mantiene una longeva y activa carrera con coherencia y mucha elegancia. Su última cinta, El Havre, se perfila como una de las futuras nominadas al Oscar al mejor filme en lengua no inglesa de la próxima edición. Para muchos especialistas en el séptimo arte, además, la cinta se fue de vacío injustamente del pasado Festival de Cannes. Ahora podemos juzgar por nosotros mismos.
El Havre es el nombre de un puerto de una ciudad del noroeste de Francia, en la Alta Normandía. Allí se cruzan las vidas de personajes cotidianos entre los que se encuentra el limpiabotas Marcel Marx, antaño escritor de renombre. Ahora vive dedicado a los zapatos de la gente como forma de acercamiento humanizado hacia los demás. Pasa sus horas entre su esposa, su oficio y su centro de reuniones, el bar. Pero todo cambiará cuando conozca a un inmigrante africano menor de edad. Mediante este argumento entre neorrealista y costumbrista, Kaurismäki filma una obra multicolor y optimista, llena de tonos que dan brillo a su historia.
No es que la trayectoria de Kaurismäki le haya servido para variar sus vicios y virtudes, más bien ha establecido una línea ascendente en la que ha conseguido crear un universo particular, lleno de magia y con un encanto único. Sus mecanismos para la narrativa tienen cabida para un humor negrísimo aunque también dejan espacio a la comedia o la penumbra. Sin embargo, nunca se deja llevar por la innovación. Más bien se aferra a lo que mejor sabe hacer, que es contar historias pequeñas con su habitual despliegue de recursos entroncados con una suerte de realismo mágico. Y quizás esta vez sale mucho más airoso que en obras antecesoras, pese a tocar los temas-tópico que son objeto de debate actual, empezando por la inmigración y siguiendo por la unión de la comunidad o la resistencia a la injusticia.
Sí sobresale la fuerza que tiene el realizador finlandés para convertir al espectador en un ciudadano más residente en El Havre. Le hace partícipe de todos los avatares que se dan en la localidad, le presenta cuidadosamente a sus habitantes y le introduce imperceptiblemente en sus problemas mediante la filmación meditada y simplificada. Sus planos son estáticos, casi mudos y, sin que nos demos cuenta, hablan por sí mismos y alcanzan enorme calidez humana.
En conjunto, ofrece una especie de mezcla de fábula moral y parábola social convirtiendo su peculiar retrato de la localidad del título en un extraño canto a la esperanza. Como si el realizador nos estuviera diciendo que los actos individuales guiados por la bondad pueden hacer frente a todas las adversidades colectivas.