Son pocas las ocasiones en que la sala de cine te ofrece una experiencia catárquica, la sensación de que todo el publico presente está arrebolado en un único e idéntico sentimiento provocado por las imágenes que surgen de la pantalla. 

Sin embargo, durante 2011, he vivido dos de esos momentos: uno ha sido viendo The Artist: el otro, viendo Drive.

Ambas, aunque en apariencia tan diferentes, tienen algo en común. La de constatar que los asuntos más incomprensibles para la mente humana son realmente los más simples. Y ese factor común no es otro que la deliberada simpleza y extrema precisión de sus imágenes. 

En Drive, este ejercicio es llevado al extremo. En pocas ocasiones el laconismo expresivo consigue alcanzar tan altas cotas narrativas. La descripción de ese samurai del volante interpretado por Ryan Goslin es tan concisa que transmite sin fisuras el silencio de un hombre que ha renunciado a todo sentimiento para sobrevivir.

Nada ni nadie merece la pena.

Alain Delon esperaba tumbado en su cama la consecución del vacío como Goslin espera frente al volante el siguiente reto de conducción. La única salvación es el exilio interior y la perfección de la voluntad por conseguirlo.

Nicolas Winding Refn ha filmado la pesadilla existencial de quién sabe que para sobrevivir es necesario no vivir. Todo lo demás es un suicidio. 

Por eso, mantener el perfil en pantalla del protagonista durante 30 segundos es uno de los hallazgos expresivos más revolucionarios que ha dado el cine en los últimos años. Porque en la incertidumbre de ese rostro que no parpadea está escrita la angustia de la existencia y el enigma de los sentimientos desde que el primer ser humano observó su propio reflejo.