Alexander Payne se muestra irresoluto como autor durante el transcurso de "Los Descendientes", quizás porque el proyecto no era suyo inicialmente o porque llevaba siete años sin dirigir un largo.
En un momento clave de la nueva película de Alexander Payne —director entre otras de las brillantes Election (1999) y A propósito de Schmidt (2002)— su atribulado protagonista, Matt King (George Clooney), descubre que Sid, el descerebrado amigo de su hija Alexandra, también ha sufrido recientemente una pérdida, la de su padre.
Matt, cuya mujer ha tenido un accidente que la ha dejado en coma y cuya función como administrador de unas tierras en Hawai solo le está trayendo disgustos, quiere saber cómo hace el joven para sobrellevar sus problemas y consolar a Alexandra. "No hago nada en especial", responde Sid; "No hablamos ni de mi padre ni de su madre. Nos limitamos a pasarlo bien juntos". El desconcierto de Matt ante las palabras del chaval es comparable al que manifiesta Los Descendientes durante todo su metraje.
Quien haya seguido la filmografía de Payne —que aparte los títulos citados incluye Citizen Ruth (1996), Entre Copas (2004) y su magistral epílogo a la cinta colectiva Paris, je t'aime (2006)— sabrá de sobra que su cine se caracteriza por un sentido tragicómico y cortante de las cosas deudor de Billy Wilder y del cine estadounidense de los setenta.
Sin embargo, no se sabe si porque Los Descendientes es una película que ha aceptado reescribir y dirigir a última hora —en principio iba a ser solo su productor, faceta a la que se ha visto abocado en los últimos tiempos—, o porque llevaba siete años sin realizar un largo, Payne se muestra irresoluto como autor durante el transcurso de la narración; resultando a la postre mucho más interesante lo que transmite el paisaje (el ascendiente de Anthony Mann y Michelangelo Antonioni sobre él nunca ha estado tan claro) que las peripecias de Matt una vez el mundo perfecto que creía haber conquistado se descubre transformado en un enorme decorado.
Existe un paralelismo obvio entre la intriga emocional y la que atañe a esos terrenos vírgenes que Matt gestiona y que pueden proporcionarles grandes beneficios a él y a sus familiares caso de deshacerse de ellos. Pero mientras el primer aspecto nos remite al humanismo familiar en Payne, de expresión algo formulaica, el segundo está delatando su ineficacia. De modo que lo más atractivo de Los Descendientes reside en el contraste entre los exuberantes paisajes naturales de Hawai y los interiores artificiales, asépticos y banales, facturados por los seres humanos; y lo menos interesante en los personajes, en la presunta empatía que han de generar.
Y es que, al fin y al cabo, el mundo real ya no es el que creía dominar Matt y, por extensión, el que recrea Payne; ese mundo poblado por personas idiosincrásicas, luchadoras, respetuosas, que creían en el drama como forma de catarsis, redención y conocimiento. Sino el que heredarán sus descendientes, Sid y Alexandra y su hija pequeña Scottie; un escenario tan pulcro como desolado al que estamos clavados como figuritas que, por no poder, no pueden ni descomponer la sonrisa pintada sobre sus rostros de plástico.