Desde su secuencia de videoclip que contiene los títulos de crédito iniciales -de los más asombrosos de los últimos años-, el director nos advierte de que estamos ante otra de sus obras feroces y cautivadoras.
David Fincher ha sido a quien le ha caído la responsabilidad de reinterpretar la campanada literaria de Stieg Larsson y su trilogía Millennium para mostrarla a las audiencias estadounidenses, y de paso al mundo entero. Con la carrera que lleva ya a sus espaldas, huelga decir que muchos estaban esperando este remake de la primera parte del tríptico sueco con los brazos abiertos.
Después de sus últimas obras, léase La red social y su Benjamin Button, el realizador vuelve a retomar temáticas más cercanas a las que nos propuso en Se7en, Zodiac, o incluso El club de la lucha. Queda en el aire saber qué sucederá con las próximas adaptaciones de los dos libros restantes pero, por el momento, tenemos la visión de un visionario, y cómo todos podíamos presuponer, su perspectiva enardece el material original y le insufla nueva y aterradora vida para recrear su propio microcosmos.
El mundo que propone Fincher está plagado de tonos ocres y lúgubres, de luces a medio encender y de protagonistas taciturnos que desafían las convenciones sociales. Tenemos, además, otra piedra angular que articula el filme en una excelente banda sonora de sonidos industriales y ensordecedores que alientan el terror. En este mundo, no hay espacio para el juicio o la valoración de lo que se narra. Más bien, Fincher intenta entender el lado más tenebroso de las personas aunque desde una óptica neutral, y lo hace mediante un despliegue impagable de recursos técnicos. Su fotografía, su dirección artística o su producción son impecables.
Ya desde su impresionante secuencia de videoclip que contiene los títulos de crédito iniciales -de los más asombrosos de los últimos años-, el director nos advierte de que estamos ante otra de sus obras feroces y cautivadoras. En efecto, su dominio del lenguaje fílmico se demuestra en la concatenación de secuencias, situaciones y personajes dentro de la plasmación de un universo extraño y turbio por el que transitan caracteres de difícil comprensión. Es como si la narración que nos lanza estuviera construida mediante la ligazón de fotografías directas y concisas, alcanzando un ritmo rabioso de escenas fugaces y paralelas. Su ingente metraje se antoja, de este modo, como un rápido pero cruel descenso hacia las entrañas de unos personajes podridos.
Daniel Craig sigue ofreciendo un rostro ambiguo que se adecua perfectamente a Mikael Blomkvist, el periodista en situación personal crítica que se ve envuelto en una compleja tela de araña de brutales homicidios y familiares disfuncionales, mientras que Rooney Mara demuestra que le hacen falta apenas unas pocas líneas de texto para componer satisfactoriamente un personaje robaplanos. Mara, además, cuenta con la ventaja más que agraciada de encarnar un personaje literario sobradamente carismático como Lisbeth Salander.
Sin embargo, los adeptos a la saga literaria de Larsson y a las adaptaciones cinematográficas realizadas por la industria sueca pueden sentirse un tanto decepcionados con esta nueva vuelta de tuerca propiamente norteamericana. Fincher y Steven Zaillian, el responsable del guión adaptado, parecen querer establecer sus propias dinámicas y ofrecer algo diferente que puede bien crear distancias entre aquellos que acudieron en masa a las salas comerciales para ver la versión sueca de Niels Arden Oplev y salieron satisfechos.
Es cierto que aquella primera versión era más fiel a las líneas magistrales establecidas por Larsson y proponían un retrato mucho más cercano a los cánones nórdicos. Pero Fincher y Zaillian parecen estar menos interesados en la investigación que en los rostros retratados. Si bien uno tiene la sensación de que la peripecia criminal necesita mayores subrayados y que se han obviado ciertos detalles que, quizás, hubieran logrado la plena excelencia, ambos autores se atreven a fabricar un artefacto mucho más preciso que varía aspectos de la trama original y crea algo mucho más cuidado y decididamente oscuro que, no obstante, contiene luz propia.