Una de esas obras cuyo valor reside especialmente en lo novedoso de su historia.
A lo largo de su trayectoria profesional, Gerardo Herrero siempre ha revelado gran afición por la adaptación novelesca. Dentro de ésta, se ha inclinado claramente por dos géneros: el thriller de intriga (Desvío al paraíso, El corredor nocturno) o el drama de historias personales (Los aires difíciles, Malena es un nombre de tango). Por otro lado, ha demostrado igualmente su pericia a la hora de traducir en imágenes complejos universos literarios, aunque con más decencia que solvencia. Su último trabajo, Silencio en la nieve, corrobora esto último y reafirma la primera tendencia en cuanto a su devoción por el suspense.
Esta vez, sin embargo, la historia resulta todo un soplo de aire, no fresco sino helado, por lanzar una temática poco frecuentada por el cine español. Con sombra de thriller europeo de pesquisas investigadoras (el efecto Millennium de Stieg Larsson también se refleja aquí) y ecos de buddy movie, la cinta se enmarca en el frente ruso, en plena mitad de la Segunda Guerra Mundial. Un batallón de la División Azul descubre una escalofriante escena: encuentran cabezas de caballo cercenadas y sepultadas en el hielo a la vez que descubren el cadáver de un hombre con una inscripción hecha a navaja que reza una sentencia cristiana. Un sargento y un soldado se encargarán de descubrir las conspiraciones que se ocultan tras el homicidio.
La cinta se manifiesta como uno de esos filmes excepcionales (en un sentido más de rara avis que de sublime) de la cinematografía patria, aunque no necesariamente satisfactorio, por basarse en un material literario atípico que contextualiza la acción en territorio ruso, dando igual cabida a las jerarquías sociales españolas o a enfáticos apuntes sobre el franquismo. La saludable fusión de elementos propios de géneros contrapuestos resulta cuanto menos sugerente y un desafío a las convenciones en las que nos hemos movido en el cine reciente.
Atendiendo el aspecto conceptual del filme y su emplazamiento, la labor técnica que despliega el filme es su mayor baza: una cuidadísima dirección artística, espléndida fotografía y eficiente banda sonora refuerzan los pasos indagatorios del tándem protagonista. Mientras que Carmelo Gómez opta por una composición interpretativa ajustada, Juan Diego Botto se aleja de la verosimilitud. Tampoco los actores secundarios brindan contraste a los nombres centrales.
Pero Herrero, lástima, opta por una narrativa gélida que, salvo su secuencia inicial que sirve como perfecto gancho engañoso para el respetable, no encuentra paleta suficiente de colores para insuflar mayor vida. Los blancos, ocres y grises de la película parecen ser el fiel reflejo de lo que su ritmo acaba por revelar. De tono plomizo también el retrato de sus personajes o el interés por profundizar el entretejido de subtramas. Y es que estamos ante de esas obras cuyo valor reside especialmente en lo novedoso de su historia, aunque sea manejada con escasa solvencia para lograr algo más elaborado.